viernes, 15 de octubre de 2010

LA MUERTE INTERVENIDA: UNA  VISIÓN COMPRENSIVA DESDE LA ACCION SOBRE EL SOPORTE VITAL **
 
Dr. Carlos R. Gherardi *  
   
 
La tecnología médica asistencial en terapia intensiva
 
Hace ya cincuenta años la incorporación del  soporte vital -la respuesta tecnológica más antigua e  importante que la terapéutica incluyó en la práctica médica asistencial- al comienzo en forma esporádica y luego con su instalación operativa permanente en un área para  los pacientes  graves,  inauguró, aun sin saberlo anticipadamente, el escenario donde se produjo el mayor el impacto que la tecnología médica aportó al progreso de la medicina en todo este tiempo.
 
Estas nuevas áreas de internación, llamadas habitualmente de terapia o cuidado intensivo, se incorporan como  nueva modalidad  asistencial para la atención del  paciente crítico caracterizado por la amenaza real o potencial de muerte pero primariamente considerados como de evolución reversible y recuperable.1 La característica esencial del soporte vital,  examinado desde la técnica, es su acción  terapéutica y diagnóstica junto con su aplicación continua. Es terapéutica porque ejerce la acción sustitutiva de la función de un órgano, es diagnóstica porque su aplicación en el paciente se acopla al registro y monitoreo de sus funciones y es esencialmente continua, aunque de duración transitoria en el tiempo,  porque se integra en una modalidad asistencial de tratamiento permanente y vigilancia esencialmente tecnológica.
 
La indicación médica de un soporte vital en terapia intensiva  implica primero una decisión respecto de su uso inicial, luego sobre su mantenimiento y finalmente la eventualidad segura de su retiro por el cumplimiento de su éxito o la determinación de su fracaso. Cada uno de estos tres momentos genera en este equipo de salud una sensación particular y distinta a toda otra operatividad médica conocida y ocurre en un ámbito creado y preparado  para estas acciones. 
 
El análisis del soporte vital como una técnica  demuestra que el mismo participa de la misma  dinámica y  característica conflictiva que cualquier otra respecto de la interpretación de su uso como medio o como fin. El soporte vital se aplica para sustituir una función perdida o insuficiente y en su acción segura y eficaz tiende a encontrar en sí misma su propia legitimación y autoperpetuación pudiendo  olvidarse que su carácter de medio no debe permitir su independencia sobre los fines de su aplicación. Su indicación 
puede ser imperativa porque el órgano que se sustituye es esencial para la vida en ese momento o puede ser una indicación obligatoria u optativa indicada programadamente en el transcurso de un tratamiento.
 
La meta e idea directriz de la  conducción médica puede perderse fácilmente cuando se está expuesto al  eventual uso de toda la tecnología sustitutiva que en terapia intensiva representan los soportes vitales. Y en este caso la aplicación de un soporte vital, no solo está sometida y expuesta a su examen moral, por tratarse de una acción humana, sino por ser una herramienta que puede sustituir externamente funciones de órganos que en su conjunto constituyen la vida. En esta ocasión, al  fin inmediato  de la recuperación de la función de un órgano o sistema, también debe requerírsele luego la razonabilidad  de la continuidad en su aplicación porque en la naturaleza de su uso está la transitoriedad. En este punto y con este escenario asistencial se inicia lo que podemos calificar hoy como la época de la  muerte en la era tecnológica de la medicina.1
 

En 1968, todavía en los comienzos de la instalación  generalizada de las salas de terapia intensiva como hoy las concebimos y antes del establecimiento formal de la especialidad médica correspondiente, se propuso una definición de muerte para ciertos pacientes que mostraban evidencias claras de evolución hacia a irreversibilidad. Esta muerte, todavía llamada cerebral o encefálica, fue propuesta por un Comité ad-Hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard dirigido por Henry Beecher -hasta el momento coordinador de un grupo que estudiaba las cuestiones éticas referidas a la experimentación en seres humanos- e integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un historiador y un teólogo, que trabajó urgido por el acelerado desarrollo de la trasplantología  que en ese tiempo ya  había efectuado trasplantes de riñón, hígado corazón y pulmón.

 
Luego de un breve tiempo de análisis el Comité de Harvard emite un informe  en que aconseja  una nueva definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral producido en ciertos pacientes en coma.   El trabajo original de sólo cuatro páginas, publicada en la Revista de Medicina Interna que edita la Asociación Médica Americana (JAMA)2, donde se propuso esta decisión declara dos fundamentos centrales para su justificación: (i) la carga que los pacientes con coma irreversible significan para el propio paciente y/o para otros (familia, hospitales, falta de camas para pacientes recuperables) y (ii) la controversia existente sobre el momento en que era razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes.

 

No se trató de estudiar e indagar la vinculación entre el soporte vital y la muerte sino de declarar directamente  como muertos a aquellos pacientes con determinadas características en su cuadro clínico neurológico.2 Este hecho debe ser calificado como trascendental  en sí mismo por su significado y por la marcación de un rumbo que promovió consecuencias no resueltas en el debate instalado en las décadas posteriores sobre los límites en el tratamiento en el paciente grave. La decisión propuesta plantea las siguientes  reflexiones que surgen del mismo texto del  informe.

 

La  muerte como un diagnóstico La  aparición de la  muerte como un diagnóstico, solo posible para expertos,  constituye una novedad absoluta y es el resultado, como todos los diagnósticos en medicina, de un acuerdo convencional que se define por la presencia de un conjunto de signos y/o síntomas en un paciente. Esta primer muerte tecnológica, así convenida, se instala  en el final de la vida  por oposición a la muerte natural que era la única existente durante toda la historia de la vida del hombre.3      

 
La oportunidad de decidir la muerte por circunstancias ajenas al paciente. Esta pareciera ser la primer reflexión de orden moral que sugiere el informe Harvard cuando se expresa que la urgente necesidad de diagnosticar la muerte proviene de factores ajenos al paciente mismo y vinculadas exclusivamente a terceros: la carga asistencial y familiar y la necesidad de  normatizar la ablación de órganos para transplante. La referencia del informe a la carga sobre el paciente no se comprende en términos de dolor o sufrimiento porque se trata de pacientes con pérdida absoluta de su conciencia (coma).
 
 
El vínculo entre la tecnología y la muerte  La visualización clínica de la irreversibilidad del cuadro de coma y ciertas características del cuadro neurológico  y su muerte próxima, aun con la aplicación de toda la tecnología, legitimaba el retiro del soporte vital para precipitarla o mejor permitirla, aunque para ello hubiera que acordar que la muerte ocurría antes de la suspensión de la respiración mecánica y no después.
 
El momento de la muerte. Se estableció que era necesario por razones legales de protección al médico disponer de  una norma jurídica que legitimara legalmente la existencia de la muerte para permitir el retiro del respirador. También se acude expresamente a una referencia religiosa del Papa Pio XII, la única cita bibliográfica del trabajo, en la que habló  de  medios extraordinarios y de la verificación de la muerte en relación a su uso  pero no precisamente de una nueva definición de la misma, ajena al manejo soporte vital. 
 
El cambio del órgano que representa la vida. Esta definición de muerte  cambió el concepto y el criterio sustentado hasta entonces sobre la misma que se basaba en la completa interrupción del flujo sanguíneo (paro cardíaco o asistolia) y la cesación consecuente de las funciones vitales (respiración, ruidos cardíacos, pulso. etc.). A partir de este momento el corazón ya no podía ser considerado el órgano central de la vida y la muerte como sinónimo de ausencia de latido cardíaco. La presencia de un coma irreversible impulsó a elegir  el cerebro como el órgano cuyo daño debía definir el final de la vida.3,4
 
Estas reflexiones marcan al informe Harvard como un hito en la historia de los conflictos que surgen en esta era tecnológica de la medicina asistencial y cuyo escenario fundamental fue la sala de terapia intensiva, que con la instalación de sus soportes vitales,  permitió la existencia de estos pacientes. En la propuesta de la muerte encefálica  ya están contenidos todos los componentes de las aporías, problemas y eufemismos que aparecen desde entonces cuando se examina el vínculo de la muerte con el soporte vital.
 
El límite en la terapéutica y la irreversibilidad.
 
En las décadas siguientes aparecen cuadros clínicos intermedios como los estados vegetativos y nuevas  situaciones clínicas complejas, emergentes del acelerado desarrollo del cuidado intensivo del paciente grave, en quienes la evolución hacia la irreversibilidad plantea también la necesidad de establecer un límite a la continuidad del soporte vital. La cuidadosa observación de estos hechos permite encontrar, entre el estado de coma irreversible que se define como muerte encefálica en 1968 aconsejando el retiro de la respiración mecánica en estos pacientes -ahora considerados muertos- y la aceptación progresiva en las dos décadas siguientes (en los años 80 y 90) de disponer la abstención y/o el retiro del soporte vital en pacientes con evolución irreversible para permitir su muerte, un punto común a ambas situaciones: existen casos de pacientes críticos en los que se visualiza la necesidad de establecer límites en la asistencia médica.3,4,5
 
En las tres situaciones que hemos referido según su aparición histórica, muerte encefálica, estados vegetativos y pacientes críticos irreversibles está presente de modo sustantivo lo que en términos de asistencia médica implica el no- tratamiento y que, tratándose de la interrupción o no aplicación de un método de soporte vital, establece un vínculo con la determinación de la muerte. Lo novedoso en medicina en esta circunstancia no es la existencia  de limitaciones en las propuestas terapéuticas, que siempre fueron habituales en la práctica médica, sino su relación directa con la muerte que por sí mismo implica.  Un segundo hecho es común a las tres situaciones es la clara irreversibilidad clínica en la evolución de todos los cuadros.
 
Sin embargo los objetivos primarios al interponer este límite no fueron exactamente los mismos en cada una de las situaciones. En el caso de la muerte encefálica el propósito inicial fue la normatización de las condiciones del dador para la ablación de los órganos para el trasplante -que ya se efectuaban desde hacía varios años- y para ello se propuso, desde la medicina, declarar previamente como muertos a los pacientes según un criterio neurológico. Trece años después de Harvard, y cuando ya era vigente en la mayoría de los estados de Estado Unidos y en muchos países la propuesta en todo ese tiempo  se elaboró una muy buena fundamentación bioética sobre los criterios  muerte. En  los otros dos grupos -estados vegetativos y pacientes irrecuperables- el límite se propone directamente para permitir morir.
 
Pero, finalmente, el límite propuesto en cada grupo conduce inexorablemente a la detención circulatoria (asistolia) que constituye el sustrato real y cierto de la tradicional muerte cardiorrespiratoria. En los pacientes no considerados legalmente muertos todas las acciones en el sentido de la abstención o el retiro del soporte vital que corresponda  su uso para permitir la muerte cardiaca tradicional define el comienzo la “muerte intervenida” en el paciente grave y fundamentalmente crítico.5 Esta participación activa en la determinación de la muerte que debe decidir el médico, como consecuencia de una acción médica y con el conocimiento y acuerdo explícito de la familia o representante del paciente, expresa el núcleo vincular central que se plantea en la medicina por primera vez y en virtud de la existencia del soporte vital como técnica aplicada a la asistencia cotidiana en estos pacientes.5
 
Después de todo este largo tiempo ha sido suficientemente probado que la concepción primariamente utilitarista que guió el informe Harvard fue acertada: se redujo la carga asistencial del número de pacientes que con ‘coma irreversible’  y con segura  muerte próxima, permanecían internados y respirados mecánicamente en terapia intensiva, también se  justificó la moralidad de la procuración de los órganos para transplante. Y sin embargo, no obstante los casi cuarenta  años que han transcurrido desde la propuesta de Harvard, no se ha logrado la identificación de la muerte encefálica con la muerte misma (y por ello esta muerte no ha abandonado su adjetivación de encefálica) a pesar de la generalizada aplicación de su normativa en la mayoría de los países del hemisferio occidental y también en muchos otros del resto del mundo.  Esta disociación ideopragmática merece ser explorada a la luz de nuevos acontecimientos ocurridos en las décadas posteriores que, con relación al tratamiento del paciente crítico y al manejo del soporte vital, han generado argumentos, planteados desde la técnica terapéutica sustitutiva y vital, que enriquecen la reflexión para una mejor comprensión de este complejo problema.
 
El tema central presente en todas las circunstancias es que en estos casos la muerte resulta ligada a las decisiones (acciones u omisiones) que se toman en el ámbito asistencial sobre el soporte vital.  Estas decisiones constituyen por sí mismas ese límite y marca el comienzo de toda una época de ‘muerte intervenida’  por oposición a la muerte natural hoy casi desconocida y olvidada por inexistente.  Es en virtud de ello que dentro la expresión ‘muerte intervenida’, utilizada primariamente para describir las acciones de abstención y retiro habituales en terapia intensiva, se debería incluir también a la muerte encefálica, dentro de la que  resulta el hito histórico fundamental.6
 
También desde la medicina crítica se debaten hoy las decisiones médicas que se toman en el fin de la vida en relación con los límites impuestos en el soporte vital en la muerte cerebral, los estados vegetativos y las situaciones irrecuperables. Las situaciones intermedias que se viven permanentemente en la clínica requieren un debate abierto que incluya los diferentes contenidos culturales de cada sociedad y ayude a redefinir la muerte como concepto que va mas allá de la función cerebral y del paro cardiocirculatorio 4.
 
Es interesante observar que en los principales estudios prospectivos y retrospectivos que se han publicado en la última décadas sobre la frecuencia de abstención o suspensión de métodos de soporte vital y su relación con la determinación de la muerte, se incluye también la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica en los casos de muerte encefálica lo que en algún sentido homologa, desde la medicina operativa, ambas situaciones desde el punto de vista de la práctica médica. Es posible interpretar que así como la muerte cerebral fue la respuesta correcta a la situación histórica de la medicina de la década de 1960, correspondería examinar ahora cuál es su sentido en relación con la de este tiempo, más de treinta y cinco  años después, en que la muerte en el paciente crítico es dependiente de un no-tratamiento que hoy tiende a llamarse ‘límite de esfuerzo terapéutico. 1,4
 
En el concepto de muerte intervenida la consideración conjunta de todos estos pacientes resulta explicable cuando se examina la toma de decisión desde una visión pragmática y médico-asistencial que implica no tratar o dejar de tratar para poner un límite en el tratamiento.  Puede parecer riesgoso y aventurado incluir a la muerte cerebral en todo este grupo de pacientes pero en la cuidadosa lectura del informe Harvard se encuentra explícitamente la búsqueda valiente y práctica de ese límite (suspensión de la respiración mecánica) por parte de los miembros del Comité.  En los años posteriores todo el debate se centró en la nueva definición de la muerte con todas sus complejas argumentaciones científicas, filosóficas y morales, no debiendo olvidarse sin embargo que el establecimiento de un límite en el soporte vital permite visualizar a la muerte encefálica como el primer eslabón del proceso de lo que hoy proponemos llamar muerte intervenida.6  
 
Siguiendo un examen minucioso respecto de la calidad de los pacientes (coma irreversible) que tuvo que afrontar el informe Harvard, de la necesidad de la época (obtención de órganos para trasplante y la carga asistencial) y del límite propuesto (interrupción de la respiración mecánica) que se impuso en esos casos, ahora podríamos concluir que los nuevos pacientes son los estadíos neurológicos intermedios que no cumplen los requisitos de muerte cerebral (estado vegetativo permanente, anencefalias, pacientes irrecuperables), la nueva necesidad es la lucha por la muerte digna y el reconocimiento pleno del ejercicio del principio de autonomía, sin descartar la obtención de nuevos dadores (por ejemplo en los casos de anencefalia y algún caso de estado vegetativo) y los nuevos límites son no sólo el retiro de la respiración mecánica sino también de cualquier otro soporte vital y hasta de la alimentación y la hidratación enteral y parenteral.4,6
 
Como los problemas, las dudas y hasta los conflictos subsisten en estos tres grupos de pacientes en quienes se opera el soporte vital conviene recordarlos, siquiera muy sumariamente en los aspectos en que están involucrados el presente, el pasado y el futuro.
 
Muerte encefálica
 
Después de Bernat7 y el informe de la Comisión Presidencial (1981)8 se aceptó primariamente que la muerte encefálica  expresa, a través del daño neurológico irreversible de la corteza y del tronco cerebral,  la pérdida de la función cerebral completa (whole brain criterion) en tanto significa la cesación de la función integradora del organismo como un todo. No obstante actualmente permanecen vigentes las objeciones a este concepto más allá de los cuestionamientos de orden estrictamente biológico, como la persistencia de la regulación endocrinohormonal 9 homeostática entre otros. Quizá la referencia mas seria es la publicación de Shewmon10 sobre 175 casos con diagnóstico cierto de muerte cerebral que sobrevivieron más de una semana, 17 sobrevivieron más de dos meses, 7 más de seis y 4 más de un año  invalida la presunción habida desde el informe Harvard respecto de la inminente o próxima asistolia de estos casos y dificulta mantener  la creencia de la pérdida del funcionamiento del organismo como un todo por la carencia de los subsistemas integrados del mismo. Pareciera entonces que  sólo un número muy crítico de neuronas cesan su actividad y  esta realidad, enfrentada con el criterio de pérdida completa de la función cerebral, no podría responder la pregunta crucial que se ha efectuado Youngner 11: qué cualidad tan esencial y significativa tiene este número crítico de elementos de una entidad que su pérdida constituye la muerte de toda la entidad?
 
Aun más, cuando hablamos de vida, y de su significado, más allá de los números biológicos, y de la vitalidad de ciertos órganos posteriores a la muerte (pelos, uñas) o de fluidos corporales (esperma),  son varias las mujeres embarazadas con muerte encefálica  que con soporte vital aplicado durante meses han posibilitado el nacimiento de un niño. En una reciente revisión 12 de 11 casos se obtuvieron nacimientos de niños normales en madres encefálicamente muertas en períodos de gestación desde 15 semanas y en dos casos fue necesario hasta más de  100 días de aplicación de soporte vital.
 
Ambas situaciones de “sobrevidas circulatorias” muy prolongadas, en relación a lo descripto en el informe Harvard, se explican porque  la tecnología de la terapia intensiva de hoy, casi cuarenta años después, explica verosímilmente el mantenimiento prolongado de estas funciones vitales aunque nadie debería corroborarlo con un trabajo especial. También se han modificado los tests de  confimación de muerte que son distintos en muchos países  y hasta en los propios Estados de Estados Unidos, los tiempos horarios desde el primer hallazgo y el requerimiento de los mismos para su validación. Cuanto mayor tecnología  instrumental13 existe mayor confirmación se tiene sobre la inexistente de una clara división entre la vida y muerte, aun encefálica.
 
Estados vegetativos
 
Los estados vegetativos han sido el paradigma de las situaciones clínicas que han llevado a desarrollar con mucho énfasis el criterio de muerte neocortical (high brain criterion) en los que la lesión neurológica irreversible se asienta en los centros superiores existentes en la corteza cerebral aunque con indemnidad del tronco cerebral lo que preserva las funciones respiratoria y circulatoria.3,4,6  Los argumentos que defienden este criterio ponen todo el énfasis en que la pérdida absoluta de las funciones cognoscitivas superiores (conciencia, comunicación, afectividad, etc) definiría más absolutamente la naturaleza y condición humanas que la falla neurológica que regula la homeostasis de las funciones vegetativas.  Este criterio cerebral superior (high brain criterion) abandona completamente el sentido puramente biológico de la vida y prioriza en cambio los aspectos vinculados a la existencia de la conciencia, afectividad y comunicación como expresión de la identidad de la persona.3,6 Siguiendo esta línea de pensamiento la teoría de la identidad personal de Wikler apunta a defender esta muerte neocortical considerando asimismo como razones espurias a la justificación biológica, pretendidamente inobjetable, de la muerte cerebral.  Esta teoría argumenta que cuando queda abolida totalmente la conciencia como en el EVP la persona desaparece, quedando en cambio ‘vivo’ el cuerpo biológico que la albergó.14
 
El estado vegetativo implica la existencia del despertar pero con inexistencia de la percepción de sí mismo y de su entorno.  En el caso particular del estado vegetativo el calificativo de persistente corresponde después de un mes de transcurrido el evento cerebral agudo traumático o no traumático pero no implica irreversibilidad.  En cambio el calificativo de permanente a este estado vegetativo (EVP) denota irreversibilidad tres meses después de una injuria no traumática y doce meses después de una injuria traumática.6,15 El estado con conciencia mínima remplazó recientemente al término estado de mínima respuesta. A pesar de que estos pacientes no son capaces de comunicarse o seguir instrucciones, revelan actitudes que evidencian reconocimiento de sí mismos y de su entorno. Este estado, que puede mejorar o quedar en estado vegetativo, tiene una neuropatología que se desconoce y debe diferenciarse del EVP.  El mutismo akinético, aunque muy raro, es una subcategoría del estado anterior y el síndrome de enclaustramiento (locked in), que evoluciona con cuadriplejía y anartria, también debe diferenciarse del estado vegetativo porque tienen una relativa preservación de la cognición.15
 
En estos estado vegetativos aparecidos desde las décadas del setenta y del ochenta, aún cuando la muerte encefálica era aceptada en forma generalizada en varios Estados de los Estados Unidos, en ese mismo país no era posible acceder a la solicitud de interrupción de la asistencia respiratoria mecánica efectuada por los padres de una paciente en estado vegetativo (es el caso de Karen Quinlan, en 1976).4,6 Sin embargo y casi simultáneamente comenzaba el debate social, médico y jurídico sobre la aplicación o suspensión de los métodos de soporte vital hasta que finalmente en la década del noventa ya se avanzó sobre el retiro de los métodos de soporte vital en el EVP, cuyos casos paradigmáticos en el mundo han sido la suspensión de la hidratación y nutrición de Nancy Cruzan en 1990 en los Estados Unidos y de Antony Bland en 1994 en Gran Bretaña.4,6 Sin embargo el trágico caso y cercano caso de Terri  Schiavo 16, exactamente igual a los precedentemente citados, demuestra la intención de reabrir el debate, en este caso desde las más altas esferas políticas de la nación más poderosa del mundo, hasta convocando en 24 horas a una sesión extraordinaria al Congreso de Estados Unidos, intento que afortunadamente fueron desoídos por el Poder Judicial del mismo país.
 
No se trata de la obligatoriedad de la suspensión de la hidratación y la nutrición en todo caso de EVP pero sí de atender la solicitad de alguna directiva anticipada o expresión previa del paciente y a la decisión del familiar o representante que acredite con su conducta en esta dolorosa circunstancia cualidades morales suficientes para la toma de decisión. Tampoco debe usarse más el erróneo y efectista  argumento de la muerte por  hambre y sed en estos pacientes porque lamentablemente carecen de la posibilidad a acceder a esta percepción subjetiva. En nuestro país en el año 2005 la Corte Suprema de la Provincia de Buenos Aires17 no accedió a la solicitud de interrupción de la alimentación e hidratación de un EVP de 7 años de evolución con una muy pobre y sesgada  argumentación y no atendiendo a ninguno de los fundamentos que se señalaron precedentemente.18
 
También ahora se insiste en la  propuesta alternativa de posibilitar de obtener órganos transplante en los estados vegetativos, cuando estén dadas ciertas condiciones que no violen un orden moral, (y alguno ya se ha publicado también con donante vivo y muerte inminente con destino a un familiar19),  circunstancia que tiende un puente de unión en los objetivos de los primeros dos grupos que analizamos (muerte encefálica y estados vegetativos).
 

Estados críticos irreversibles e irrecuperables

 
El paciente crítico, ya internado en terapia intensiva, donde  se le ofrece la red de seguridad que asegura el mantenimiento vital en su mayor expresión, puede haber superado la inminente amenaza de muerte, y también haber perdido el evento su característica de transitoriedad, pero la condición de potencial reversibilidad debe mantenerse para no caer en el riesgo del  encarnizamiento u obstinación terapéutica.20 Y  cuando ocurre este punto de irreversibilidad,  las acciones médicas sobre el soporte vital, en el sentido de su abstención o retiro,  marcan una relación directa con el advenimiento de la muerte  constituyendo el sustrato mismo de la muerte intervenida 6,21  La gran diferencia entre este grupo  y los otros dos es que obligatoriamente no se trata de  pacientes con pérdida de conciencia (contenido y capacidad en la expresión de Calixto Machado). Su gran mayoría tienen sin embargo  severos trastornos  cognitivos que se acentúa frecuentemente por la aplicación de drogas indispensables para su ventilación mecánica, control de la excitación o alivio del dolor o sufrimiento, que imposibilitan su comunicación o la tornan desaconsejable (privilegio terapéutico). Sin embargo la evolución irreversible y la eventualidad necesaria en el establecimiento de un límite en la terapéutica, constituyen el punto de unión que se gesta cuando el análisis que se efectúa toma en cuenta la existencia común de un soporte vital aplicado en todos los casos.

Los cuadros clínicos que se incluyen en este grupo no son los estados vegetativos, algunos de los cuales cumplen los criterios diagnósticos de EVP, sino un conjunto de situaciones que pueden ser agrupados en la siguientes categorías: (i) cuando no existan evidencias de haber obtenido la efectividad buscada (ausencia de respuesta en la sustitución del órgano o la función); (ii) cuando el sufrimiento sea inevitable y desproporcionado al beneficio médico esperado; (iii) cuando se conozca fehacientemente el pensamiento del paciente sobre la eventualidad de una circunstancia como la actual, en el caso de una enfermedad crónica preexistente (informe personal, del médico de cabecera si existiere o del familiar); y (iv) cuando la presencia de irreversibilidad manifiesta del cuadro clínico, por la sucesiva claudicación de órganos vitales (disfunción orgánica múltiple), induzca a estimar que la utilización de más y mayores procedimientos no atenderán a los mejores intereses del paciente.22
 
En el campo de la medicina crítica las indicaciones de tratamiento o su contraindicación proceden siempre de la iniciativa médica que, aunque contando con todo el respaldo técnico y profesional, constituyen decisiones que no son siempre absolutas ni indiscutibles desde el punto de vista estrictamente científico. La opinabilidad de muchas de ellas es frecuente y más aún cuando se trata de evaluar la razonabilidad de la aplicación de métodos invasivos de sostén vital y que, en los límites de la atención médica, significan no aplicar un procedimiento o su retiro, si éste ya ha sido comenzado. La presunta equivalencia moral de ambas acciones (no actuar o dejar de actuar)  no es percibida claramente  en nuestro medio por el 70.42% de los miembros del equipo de salud de las unidades de terapia intensiva 23 y tampoco por el  59,14% de médicos que no actúan en estas unidades.24
 
A pesar de la existencia real de estas decisiones en las áreas cuidado crítico y de la generalizada comunicación de encuestas25, las publicaciones con datos numéricos de la relación entre la abstención y el retiro de soporte vital  con la muerte de los pacientes en estas unidades, comenzaron a aparecer en Estados Unidos fines de los noventa y en países europeos en los primero años de este siglo veintiuno. El rechazo de un tratamiento, aun siendo el aconsejable médicamente y aunque tuviere a la muerte como resultado, debe ser respetado como tributo a la autonomía absoluta del paciente  20.22. Cuando exista una directiva anticipada (living will o testamento vital), verbal o escrito, debe seguirse fielmente cualesquiera sea la opinión de equipo médico 22.
 
Los criterios bioéticos  respecto del juicio sustituto y los mejores intereses son bien conocidos y no nos vamos a referir particularmente a ellos. No obstante su ayuda en la elaboración de cada situación, sigue siempre vigente el planteo y la disyuntiva sobre quién toma realmente la decisión. Se deberá contar en cada caso con el necesario consenso de la familia, que para el médico es quien cuida al paciente, y si existe  desacuerdo con el equipo médico la consulta con un comité de ética puede ayudar a resolver el conflicto 22. Llevar el problema a los estrados judiciales, que podrá justificarse como excepción,  será siempre desaconsejable en general porque la judicialización marca un futuro no deseado para el logro de la metas en medicina. Recientemente, el Director de un Hospital de una provincia argentina, pidió inexplicablemente permiso judicial, con el consentimiento de los médicos, para no enviar a terapia intensiva a niño portador desde hace años de una enfermedad incurable y atendido en su fase terminal en su domicilio por Cuidados paliativos y para quien sus padres no sólo lo habían autorizado la no derivación  en la Historia Clínica (el vínculo moral entre el médico y paciente parece ahora inválido sin lenguaje escrito, escritura pública, registro de directivas o tutela judicial), sino que habían manifestado reiteradamente  el deseo expreso una muerte en paz para su hijo.26 El fallo fue naturalmente favorable aunque innecesario, y ciertamente  peligroso porque, si como en este caso -no hay conflicto médico ni moral con los profesionales ni con la familia- admitir este grado de medicina defensiva reduce al paciente a un expediente, somete a la familia a una crueldad burocrática y su generalización iniciaría el camino del fin de la medicina.27
 
Los porcentajes abstención y retiro del soporte vital que  se registran actualmente en la literatura corresponden a los trabajos citados de EEUU (Prendergast)28 con un 70 % de limitación terapéutica, que por ser un multicéntrico  muy extendido muestra gran dispersión en sus resultados, y el de Canada (Keenan)29  que revela un 71 % de limitación sobre un grupo homogéno de pacientes. Precisamente en estos países fueron reportados los  primeros informes   sobre el aumento en los porcentajes de abstención y retiro del soporte vital en Terapia Intensiva registrados  entre fines de la década del 80 y comienzo de la del noventa.30,31  También el Ethicus Study32, efectuado sobre una población correspondiente a 17 países europeos el porcentaje de limitación también fue muy alto y estuvo en un orden del 73% de los fallecidos. En los trabajos que comunican la experiencia de las terapias intensivas de  Francia33 y España34 53 y 34% de limitaciones de tratamiento respectivamente. En nuestro país se ha publicado recientemente el primer trabajo35 que registra la literatura en Latinoamérica con un  porcentaje de 45.6% de limitación  terapéutica sobre un total de 542 muertos en terapia intensiva, que corresponden al 9 % de los enfermos ingresados en el servicio en el período estudiado (2640 pacientes en 32 meses).35
 
La constatación  obtenida en los porcentajes de limitación en la experiencia argentina  comprende a la abstención en el 32,6 %  y al retiro de soporte vital el 8,2%. La primer diferencia importante que se encuentra con todos los resultados  es que la abstención supera  holgadamente al retiro contrariamente a los registros publicados por Estados Unidos, Canadá, España, Francia y el Ehicus Study.. En la experiencia  argentina35 la incidencia de 8.2 % de  retiro de soporte vital  es muy inferior al 23 % de España34, al 38 % de EEUU28 y el Study Group32 y al 61 % de Canada29. En la experiencia francesa33 no es posible un cálculo de retiro exclusivo por que se lo considera aisladamente y también combinadamente con la abstención previa oscilaría en una cifra cercana al 30 % de los fallecidos. En todos los casos los actos médicos  involucrados en la limitación fueros principalmente no aplicar o suspender tratamientos que impliquen asistencia farmacológica (por ejemplo sostén hemodinámico) y luego el reemplazo de funciones vitales sustitutivas (asistencia respiratoria mecánica, hemodiálisis, etc).
 
La reducida incidencia de retiro del soporte vital en nuestra experiencia argentina, aun con un importante porcentaje de limitación terapéutica, debe estar relacionada con la ya mencionada diferente percepción moral, que fue ya explorada en las encuestas citadas,  entre  no aplicar un procedimiento terapéutico o su retiro, si éste ya ha sido comenzado. Se deberá  indagar seriamente sobre esta distinta apreciación porque, si la indicación de un soporte vital ante una situación no claramente  reversible no es acompañada por la eventual decisión de retirarlo ante su inefectividad, su mantenimiento podría conducir al encarnizamiento terapéutico20 o en su defecto a la privación de cierta posibilidad de recuperación de algún paciente si la abstención se considerara moralmente más aceptable.6 
 
Conclusiones
 
La legitimación bioética a través del concepto muerte encefálica  por la aplicación del criterio de pérdida de función cerebral completa (whole brain criterion) no ha bastado para cerrar y comprender el problema de la muerte en esta era tecnológica de la medicina asistencial.  Si bien desde el comienzo de esta nueva etapa resultó claro que el tema en cuestión no era simplemente un problema médico y biológico sino que afectaba a toda la sociedad, todavía está pendiente la necesidad de una profunda indagación filosófica, ética, legal y social, a través de un debate abierto y plural.3,4,6 Pero aun así la muerte es una construcción  cultural y humana y estará siempre abierta a convenciones ulteriores. No hay muerte natural. Como lo ha dicho claramente  Diego  Gracia 36: “Es el hombre el que dice qué es la vida y qué es la muerte. Y puede ir cambiando su definición de estos términos con el transcurso del tiempo.  Lo único que puede exigírsenos es que demos razones de las opciones que aceptemos, que actuemos con suma prudencia. Los criterios de muerte pueden, deben y tienen que ser racionales y prudentes, pero no pueden a aspirar nunca a ser ciertos”
 
Para sostener la apertura de este debate hacia las situaciones que hoy son habituales en medicina crítica es necesario partir del reconocimiento histórico del diagnóstico de muerte encefálica como una convención derivada de la observación clínica, de su frágil y discutible argumentación biológica, de la prolongación impensable de algunos cuadros y de la controversia vigente en la discusión bioética y finalmente si todo el debate no queda envuelto únicamente en la compleja metafísica de la muerte.  Si ahora se observa todo este proceso como un continuo, gracias a los hechos operados en estos últimos treinta años, resultará más difícil aceptar llanamente que la muerte (la muerte encefálica) existe antes del establecimiento del límite, o si finalmente puede debatirse si la muerte (¿la única?) ocurre en realidad después de establecido el límite. Y los hechos transcurrieron así cuando el problema fue presentado como un descubrimiento científico y no como una opción ética.6
 
Los estados vegetativos por su parte  son el paradigma de los estado clínicos generados por el progreso médico, a partir del establecimiento de encefalopatías generadas por resucitaciones cardiorrespiratorias que impidieron la adecuada provisión de oxígeno dañándolo irreversiblemente y de procesos neurológicos crónicos, generalmente demenciales, que han aumentado su frecuencia y su tiempo de evolución por la prolongación en la expectativa de vida y también por el tratamiento exitoso de las comorbilidades. El  EVP  puede tener muchos años (decenas) de evolución hasta que alguna complicación propia del estado vegetativo o la asociación de otra patología lo conduzca a la muerte.  Esta situación comenzó a plantear dos circunstancias posibles y hasta la probable ambigüedad moral de las mismas: la decisión de no tratar alguna de las complicaciones (por ejemplo una infección respiratoria) u otra patología que se asocie (cáncer, abdomen agudo), o directamente suspender la alimentación y la hidratación enteral o parenteral, lo que provoca la muerte por paro cardiocirculatorio en un lapso de 15 o 20 días.6 
 
El análisis ético de los actos médicos  consistentes  en una omisión en los pacientes con evolución irreversible significa en términos de pacientes críticos no aplicar o suspender tratamientos que impliquen asistencia farmacológica (por ejemplo sostén hemodinámico) o reemplazo de funciones vitales (asistencia respiratoria mecánica). El análisis de la intencionalidad de la omisión respecto de provocar la muerte del paciente es complejo y más aún en pacientes internados en terapia intensiva. Como siempre es posible el reemplazo de una función vital, y hasta en la reanimación en el paciente moribundo, su no aplicación o utilización puede verse como una omisión. Cuando la muerte es la alternativa posible que define por sí mismo al paciente crítico el marco del permitir morir es el que adecuadamente expresa la realidad en estos casos y más aun los que dentro de ellos pueden expresar la fase terminal de su enfermedad6,20. Las estadísticas que se han señalado  muy sumariamente han tenido por objeto explicitar numéricamente lo que verdadera ocurre en terapia intensiva y cual es la participación real del manejo del soporte vital en la determinación de las muertes allí ocurridas.
 
El análisis de la intencionalidad de la omisión respecto del acto de provocación de la muerte del paciente es complejo y más aún en pacientes internados en terapia intensiva. Como siempre es posible el reemplazo de una función vital, y hasta la reanimación en el paciente moribundo, su no aplicación o utilización puede verse como una omisión. Cuando la muerte es la alternativa posible que define por sí mismo al paciente crítico el marco del permitir morir es el que adecuadamente expresa la realidad en estos casos y más aun los que dentro de ellos pueden dentro de la fase terminal de su enfermedad. En el paciente crítico, en el que la amenaza de muerte está siempre presente, la expresión dejar morir (letting die), de uso habitual en la discusión filosófica sobre eutanasia, comparada con el matar (killing), encierra en si misma un planteo conceptual erróneo vinculado a la omnipotencia de pensar y creer que la muerte la evitamos o decidimos nosotros hasta en el momento final porque ahora es posible sustituir “in extremis” las funciones cardíaca y respiratoria (cuya detención es el sustrato de la muerte) con maniobras de resucitación aun cuando este final sea el resultado esperable de la enfermedad subyacente. La expresión dejar morir evoca el abandono (dejar: abandonar) y sugiere la posibilidad de poder siempre evitar la muerte (dejar morir pudiendo evitarlo) y omite el conocimiento del concepto de futilidad.3,.6,.20,37
 
El severo dilema ético que genera la toma de decisión en las circunstancias que analizamos es un tema que le concierne a toda la sociedad a quien se le debe confiar todos los elementos para el conocimiento de la verdad y requerir su activa participación en la toma de decisión. Conocer la verdad significa transmitir claramente el concepto de la participación actual del acto médico, por acción u omisión, en la llegada de la muerte. Algunas  veces las decisiones son estrictamente médicas (futilidad fisiológica) pero otras (la mayoría) deben ser por la decisión del paciente actual o previa (directivas anticipadas) o por el logro de consenso con los familiares o su representante37     
 
Quizá la circunstancia más grave que actualmente ocurre es que este debate, que incluye separadamente la consideración de la muerte encefálica y la importancia de la abstención y retiro del soporte vital en la determinación de la muerte, no sea suficientemente explicado y conocido por nuestra sociedad que es a quien le compete absoluta y exclusivamente.  Es posible que el reconocimiento de esta muerte intervenida, planteada con la amplitud que aquí se propone, contribuya a este complejo y difícil esclarecimiento y que todos los avances y situaciones que el progreso tecnocientífico genera en el manejo clínico del soporte vital facilite la apertura de un debate sin duda más difícil que hace treinta años.
 
En nuestro criterio sólo el conocimiento pleno de esta situación por parte de la sociedad permitirá generar el cambio cultural que implica el concepto de muerte intervenida.  La restricción de estos hechos al grupo de trabajadores de la salud implicaría no decir la verdad traicionando todo el andamiaje moral de la conducta médica en el fin de la vida.  Ni se puede dejar en manos del médico toda la decisión ni los pacientes y su familia pueden ignorar esta situación en que nos ha puesto ‘el progreso’ cuyos beneficios en la medicina de alta complejidad tienen el costo moral de que toda la sociedad comprenda y participe de la responsabilidad que significa intervenir ahora con nuestras acciones y decisiones en la vida y la muerte de las personas.5,6
 
La abstención y el retiro del soporte vital constituye el escalón más importante que se debe transitar para el logro de una muerte con dignidad, requerimiento surgido frente al uso indiscriminado de acciones superfluas y perjudiciales para el paciente terminal. Pero en el otro extremo de esta lucha por el ‘derecho a morir’ la ausencia de una profunda reflexión puede transformarse en la ‘obligación de morir’ si esta responsabilidad no se enfrenta con racionalidad y conocimiento pleno por todos los actores sociales involucrados, dentro los cuales los médicos son tan sólo uno 3,4,6,.20.
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Cuidar al paciente en la búsqueda de una muerte digna, cuando ya no es posible la recuperación, significa no hacer algunas cosas, dejar de hacer otras y en cambio emprender muchas que permitan enriquecer la comunicación con la familia,  aliviar el dolor y el sufrimiento, y favorecer la intervención de todo el equipo de salud.

 

 

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