jueves, 21 de octubre de 2010

¿QUÉ SUCEDE CUANDO EL ENFERMO ES EL MÉDICO?



AUTOR: Prof. Dr. Ricardo Ricci
FUENTE: Intramed.


“De genios y de locos todos tenemos un poco”, indudablemente, de pacientes también. Haciendo una consideración filosófica, podemos afirmar que ser médicos es una contingencia, un accidente, en cambio la fragilidad de nuestra condición humana es necesaria.

Tomando un osado riesgo etimológico, me aventuro a decir que la palabra paciente proviene de la misma raíz que la voz padeciente. Claramente también está ligada a la palabra paciencia, desarrollada en algunos casos al grado de virtud heroica. Aunque la paciencia no sea la virtud que nos identifique a muchos integrantes de la especie, padecer en cambio, es una condición que tarde o temprano nos caracteriza a todos los seres humanos.

Cuando la taba se da vuelta, es decir cuando el infortunio nos muestra su cara, los médicos alcanzamos a atisbar de qué se trata eso de ser pacientes, esto es, nos atrevemos a reconocer de una manera diplomática, que estamos enfermos. Cuando uno de nosotros enferma degusta el sabor acre de la enfermedad, experimenta que se le ha vencido un plazo, barrunta que ha estado siendo observado por un enemigo artero que esperaba su oportunidad. Más allá de cualquier mecanismo de negación, nos resulta dolorosamente evidente que no nos vemos a nosotros mismos como siempre. Con asombro y susto, advertimos que los que nos rodean han dejado de vernos y tratarnos en la forma habitual. La vida ha cambiado radicalmente, nuestros sentidos, usualmente tan dispersos y ávidos de exterioridades enfocan ahora de manera preferencial, casi diría excluyente, al órgano enfermo y a esa sensación novedosa de profundo desagrado. Para describirlo sencillamente, podemos recordar que todos hemos pasado la experiencia del dolor de muelas o el espantoso dolor de la otitis media aguda. El ser humano que somos, esa mezcla de existencia y proyecto, esa complejidad de pasado lanzado al futuro transcurriendo un presente, se ve reducido a una pieza dental o a un oído dolorido, hipoacúsico y reverberarte. Cuando nos sentimos abrazados por la enfermedad comienzan a soplar los vientos de la soledad y el desamparo, comienza a oscurecernos velozmente y la noche anuncia su próxima llegada. La metáfora puede ser exagerada es cierto, pero no me cabe duda que algún lector siente que es la más precisa verdad, que resuena en él esta misma y grave nota.

Hace unos años un profesor alemán que intentaba denodadamente que yo comprendiera algo de la filosofía de Martín Heidegger, hablando sobre la realidad del cuerpo del Dasein, es decir del ser-ahí, me contó una anécdota que lo tuvo como protagonista: “Tomé mi vuelo en Frankfurt ya entrada la noche, me disponía a disfrutar un rápido viaje a New York. En cuanto tomamos altura y luego de una media hora comenzó a dolerme el segundo molar inferior derecho. Primero fue una cosa de nada, pedí un analgésico a la azafata; recordé la última sesión con el dentista que al hacer la endodoncia me advirtió acerca de un posible dolor. No le di importancia, ya estaba con medio pie en New York, con la conferencia que debía leer en mi mente y contento con la posibilidad de ver los amigos después de tanto tiempo. Bien pues, al analgésico suave siguió un antinflamatorio más potente luego, a los minutos, el hielo y más adelante las lágrimas, sólo las lágrimas. La despresurización, ¿qué es eso?, ¿hubo turbulencia?, no lo sé. Sólo recuerdo que las horas se hicieron días y que todo el peso del mundo estaba concentrado en un punto, en mi segundo molar inferior derecho. Al aterrizar, me esperaba una ambulancia que me llevó de urgencia a un hospital. Allí, una mano bendita, destapó el conducto y colocó anestesia en su interior, y la vida volvió a ser vida. ¡Ahora sí estaba en New York, debo leer mi conferencia en la tarde, allí veré a los amigos!”

Como me dijo Rafael cuando me contó el episodio: “De Frankfurt partió un hombre con proyectos, sueños y responsabilidades, a NY llegó un diente escandalosamente dolorido, con el solo propósito de que el dolor cesara por fin”.

Este relato es un sencillo, y a la vez un maravilloso ejemplo, de cómo la enfermedad ejerce sobre el hombre su efecto de restricción y apocamiento en todos los aspectos de la vida. Coincido profundamente con aquellos que consideran que la enfermedad puede ser una oportunidad, y que acaso se convierta en un verdadero camino de realización humana; pero creo que ellos convendrán conmigo en que la enfermedad pega primero y lo hace fuerte, muy fuerte. Después, con el tiempo y recuperada nuestra conciencia tras el KO. Inicial, eventualmente lograremos re-significarla.

La enfermedad es vivida como restricción de espacios y como restricción de tiempos, es la claudicación de la expectativa y el cercenamiento de los proyectos. Es el recuerdo de la finitud, la desilusión de la ilusión, es la impotencia de la potencia.

Para nosotros se trata de vernos cara a cara con aquellos viejos enemigos. La taquicardia me lastima y me ata. Hace que mi corazón dé noticias permanentes de su existencia, y pugne por el primer lugar protagónico en el escenario de mi vida. El edema de miembros inferiores, con su signo de Godet, patentiza mi retención de líquidos, se trata de mi propia insuficiencia cardiaca, no la de los libros de clínica, ni la del enfermo de la cama 12. La precordialgia y la sudoración fría, la palidez y la sequedad bucal, viejos conocidos de las guardias de hospital hoy vienen a visitarme. La hematuria, el lacerante dolor cólico, el estado febril prolongado se apoderan de mi ser. ¿Qué hacer? Debo mantenerme digno, he de llorar en silencio. ¿Cuál de mis colegas acudirá en mi ayuda? ¿Me habrá llegado la hora de hacer filas interminables para ser provisto de los medicamentos oncológicos que con urgencia necesito? ¿Alcanzarán mis recursos económicos para solventar tanta penuria?

Los médicos minimizamos mientras podemos y maximizamos cuando ya no podemos minimizar, no tenemos términos medios. La enfermedad nos roza frecuentemente en nuestra vida y en general tenemos tácticas cercanas que nos permiten seguir adelante con la cabeza alta. Otras veces, cuando la enfermedad se encarniza con aquellos a los que queremos con toda el alma, sentimos la desnudez innata de recursos. Cuando se ve morir a un hermano menor en las propias manos, se gatilla el replanteo: qué es el hombre, qué es la medicina, qué es la vida, qué es lo trascendente, qué es esto de existir y no simplemente estar disuelto en la nada.
Con el tiempo una cuerda interna resuena y dice ¡Vive! ¡Vive no sólo para ti, vive para los que viven, para todos los que viven! El destino del hombre está más allá del hombre y lejos de la soledad. La vida del hombre con sus alegrías y dolores es necesariamente una existencia compartida, la vida es pertenencia y convivencia, es diálogo y lucha, es antagonismo, es agonía. Es verte y que me veas, es nombrarte y que nombrándome me concedas identidad, distinguiéndome.

Desde la noche más profunda de la enfermedad de los médicos parece resonar la palabra del Médico: “Vengan a mí los que están afligidos, vengan que mi carga es suave y mi yugo liviano”. La reconozco, es la misma voz que un día hace ya un largo tiempo, mientras me sacaban la foto con el delantal impecable, la Parker en el bolsillo y el Littman al cuello, me decía: “...cada vez que lo hiciste por uno de ellos, por Mí lo hiciste...”

¡Clic! (Flash). ¡A vivir como médico!

Estas y otras cosas son en las que meditamos los “galenos” cuando se da vuelta la taba.

Prof. Dr. Ricardo T. Ricci (Universidad Nacional de Tucumán)

San Miguel de Tucumán, 17 de septiembre de 2010



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