domingo, 28 de noviembre de 2010

LOS DESAFÍOS DE LOS CHICOS CON VIH QUE LLEGAN A LA ADULTEZ


Sebastián A. Ríos

LA NACION

Laura tenía 11 años cuando descubrió que estaba infectada con el VIH. Fue en el colegio, en medio de una clase de ciencias naturales en la que, aburrida, hojeaba una agenda cuyas últimas páginas contenían un apartado de datos útiles y curiosos. Ahí, entre números de teléfonos de hospitales y el diagrama de las líneas de subterráneos, se incluía información sobre el VIH/sida.

"Ahí decía que los medicamentos que usualmente se tomaban eran la zidovudina y el 3TC... ¡los mismos que yo tomaba supuestamente porque tenía muchas alergias! -recuerda Laura, hoy con 19 años-. Cuando sos tan chica, escuchás algo y lo repetís: yo sabía que el VIH era una mierda y que mataba gente; de repente, se me cayó el mundo en un segundo."

Laura (éste no es su nombre verdadero) supo entonces que había contraído el virus al ser amamantada por su mamá, fallecida junto con su papá años antes en un accidente de auto. Ella pertenece hoy a la generación de chicos que contrajo el VIH durante los primeros años de la epidemia, años en los que ser diagnosticado se consideraba una sentencia de muerte y en los que todavía no se conocía cómo evitar el contagio madre-hijo del virus, que en la actualidad puede ser reducido a menos del 1 por ciento.

Se trata de una generación que ya atravesó la infancia y la adolescencia -etapas en las que debieron aprender a convivir con la medicación y con inquietudes como con quién hablar sobre el tema y con quién no-, y que hoy se interna en la vida adulta sabiendo que el hecho de estar infectado puede ser el motivo -injustificado- para que se les niegue un trabajo o para que se los eche del que han conseguido.

"Hay mucha desinformación", dice Laura, que además de estar preparándose para ingresar a una carrera docente, trabaja, y que más de una vez ha escuchado a sus compañeros de oficina -que desconocen que ella es portadora- decir que una persona infectada no puede trabajar tanto o tan bien como ellos. "Todavía la sociedad no está preparada para aceptar que una persona con VIH puede trabajar al mismo nivel que cualquier otra persona", agrega.

Alejandro Pompei, músico de 22 años, coincide con Laura. Como educador sexual que coordina talleres sobre VIH/sida, organizados por la Fundación Huésped, ha tenido contacto con "muchos jóvenes de 20, 21 o 22 años que viven con VIH, y a los que echaron cuando se enteraron en el trabajo de que estaban infectados. También conozco casos en los que les han negado el trabajo tras realizarles, en forma ilegal, estudios de VIH".

Alejandro -o mejor dicho, su familia- vivió la discriminación en carne propia a muy corta edad. Cuando fueron a inscribirlo a una escuela primaria, sus autoridades le negaron el ingreso explícitamente porque estaba infectado con el virus del sida -"queremos evitar problemas", se justificaron las autoridades-; lo mismo habría de ocurrir años más tarde, en el ingreso a la secundaria.

Los que se van, los que no

"Mi familia se enteró de que yo estaba infectado cuando tenía 5 años -cuenta Alejandro -. Mi mamá murió de sida, enfermedad que nadie en la familia sabía que tenía, y entonces reclamaron que me hagan los estudios. Los médicos no querían, porque decían que como yo no tenía ningún síntoma, estaba sano. Era muy grande la desinformación que había entonces..."

Pero los estudios dieron positivo, y Alejandro empezó con el AZT. "Me dijeron que tenía que tomarlo por un problema de salud, pero recién a los 8 años me contaron que tenía VIH." Llegaron a ser 20 las pastillas diarias que debía tomar, y aun así eso no evitaba las frecuentes idas y venidas al hospital.

"Hasta que me estabilicé, me pescaba una gripe y pasaba tres semanas en cama; una neumonía y un mes en cama o internado."

Laura también pasó por algo parecido. "Tomé todos los medicamentos habidos y por haber -dice-. Pastillas, jarabes, polvos intragables... mezclaba el polvo con yogur, siempre de frutilla, y luego salía a dar la vuelta a la manzana y a comer un caramelo. Ese era un ritual que inventamos con mi abuelo, y que funcionaba, porque me sacaba el gusto horripilante que todavía hoy recuerdo."

Aun así, Laura nunca dejó de tomar los remedios. "Cuando murió mi abuelo, hace cinco años, fue una crisis -recuerda-. Para qué voy a tomar los remedios, pensé en un momento, pero después me di cuenta de que no solucionaba nada dejando de cuidarme."

Otro momento duro fue la discriminación. "Les conté a unas pocas amigas que yo tenía VIH y me llevé una decepción muy grande. La reacción de una de ellas fue el rechazo, fue decir «no quiero saber nada con vos». Cuesta enfrentarte a algo así", dice Laura, que hoy elige muy bien a quienes contarlo. "Lo primero que pensás cuando se lo vas a decir a alguien que te gusta es: «Si se lo digo se va, se me va a ir»."

Pero la contracara de la discriminación fue su primera pareja. "Cuando se lo conté, me dijo que no importaba, que era algo que era parte mía y lo aceptaba. Fuimos a hablar con mi médico, los dos, para que nos diera los recaudos necesarios para cuidarnos."

"Me aceptó, y con eso crecí mucho", dice, y agrega: "Hoy no estoy en pareja, pero tengo esa experiencia que me dio una base. Esto es una parte mía, si no le gusta, puerta, pasillo..."

3900 Chicos contrajeron el VIH de sus madres entre 1982 y 2008, según registros argentinos. El número real sería hasta un 40% mayor.



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