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El diagnóstico de muerte cerebral sigue siendo conflictivo para la sociedad y para la medicina a pesar de haber transcurrido más de treinta años desde que fuera propuesta como una alternativa frente a la clásica y tradicional muerte cardiorrespiratoria.
El célebre informe del Comité de la Escuela de Medicina de Harvard publicado en 19681 propone por primera vez definir el llamado coma irreversible hasta entonces como un nuevo criterio de muerte, y reconoce como motivación esencial para ello la cantidad de pacientes con cerebro dañado severa e irreversiblemente que estaban sometidos a ventilación mecánica y la ausencia de sistematización sobre las condiciones requeribles del presunto donante para efectuar la ablación que. permitiera la obtención de órganos para trasplante.
Para la medicina y para la sociedad este hecho significó la internacionalización de una nueva definición que cambió el concepto y el criterio sustentado hasta entonces y que se basaba en la completa interrupción del flujo sanguíneo (paro cardíaco o asistolia) y la cesación consecuente de las funciones vitales (respiración, ruidos cardíacos, pulso. etc.) El corazón ya no podía ser considerado el órgano central de la vida y la muerte como sinónimo de ausencia de latido cardíaco. Se elegía el cerebro como el órgano cuyo daño debía definir el final de la vida2.
El paso del tiempo y el continuo avance tecnológico complicó aun más la comprensión de este concepto en virtud de la generalización de la aplicación del soporte vital al paciente grave y la consecuente implicancia que su aplicación o retiro tiene en la muerte del mismo. El advenimiento de toda una época que puede llamarse de “muerte intervenida”, en la que las acciones que se emprenden, se omiten o se suspenden en el paciente crítico tienen una influencia decisiva y cercana en la determinación de la muerte, ha creado una importante cantidad ddudas, dilemas y conflictos que deseamos examinar en este capítulo3-4.
Examen del problema
En la década del cincuenta un grupo de neurólogos franceses (Mollaret y Goulon) llamaron la atención sobre ciertas situaciones clínicas que evolucionaban con coma muy profundo y aparentemente irreversible que llamaron “coma depassé”. Se trataba de pacientes asistidos con respirador, con respuesta nula a estímulos, pérdida total de reflejos incluidos los troncales (tos, deglución) y falta de actividad electrofisiológica cerebral (ECG plano). Simultáneamente a partir de estos años la incorporación de las salas de cuidado intensivo en la atención médica cambió la epidemiología del paciente crítico observándose un aumento progresivo de patología no recuperable generalmente portadora de accidente vascular cerebral y encefalopatía hipóxica. Desde entonces también el nombre de coma irreversible comienza a ser frecuente para describir este tipo de pacientes hasta entonces mal caracterizado. Simultáneamente en los mismos años los trasplantes renales comenzaron a cobrar mayor impulso con la búsqueda de dadores cadavéricos y en 1963 se efectuaron los primeros trasplantes de hígado y pulmón. Finalmente, y luego de importante investigación experimental en varios centros, Barnard realizó en 1967 en el hombre el primer trasplante cardíaco. En todas estas situaciones resultaba imposible precisar las condiciones en que se obtiene el órgano del para el éxito del trasplantes.
En este contexto, urgido por las referidas circunstancias y el pedido expreso de eminentes médicos del Massachusetts General Hospital,.un Comité. ad-hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard dirigido por Henry Beecher- hasta el momento coordinador de un grupo que estudiaba las cuestiones éticas referidas a la experimentación en seres humanos- e integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un historiador y un teólogo aconseja rápidamente en una publicación aparecida en el lAMA el día 5 de Agosto de 1968, una nueva definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral producido 1. Los requerimientos y pruebas diagnósticas que demostraran la detención en las funciones del cerebro fueron establecidas taxativamente en mismo informe: coma (ausencia completa de conciencia, motilidad y sensibilidad), apnea (ausencia de respiración espontánea), ausencia de reflejos que involucren pares craneanos y tronco cerebral, y trazado electroencefalográfico plano o isoeléctrico. Cumplidas estas condiciones durante un tiempo estipulado, y previo descarte de la existencia de hipotermia o intoxicación por drogas depresoras del sistema nervioso, debía diagnosticarse la muerte, ahora “cerebral”, y suspenderse todo método de soporte asistencia!. Esta propuesta sobre muerte cerebral se impuso rápidamente por la clara evidencia de irreversibilidad en aquellos cuadros clínicos en quienes se verifican las condiciones neurológicas allí descriptas y en los que, aun manteniendo las medidas de asistencia respiratoria mecánica y de soporte circulatorio, el paro cardíaco se produciría en pocas horas o días.
La imperiosa recomendación del informe Harvard provino de la conveniencia de normatizar las condiciones en que era posible y razonable establecer un límite en la atención médica de un paciente en coma con evolución irreversible sometido a un soporte vital como la respiración mecánica. La sinceridad y valentía de este Comité se expresó en el propio trabajo donde se enumeran las dos causas centrales de la propuesta:
1) la carga o el peso (burden) que los pacientes con coma irreversible significan para el propio paciente y/ó para otros (familia, hospitales, falta de camas para pacientes recu- perables) y 2) la “controversia” existente por no saber claramente cuando era razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes, circunstancias ambas que prestaron fundamento lógico al planteo efectuado l.
En el trabajo original de sólo cuatro páginas donde se propuso esta prudente y sabia decisión, que surgió de la observación racional de la realidad asistencial, existen adicionalmente a la descripción clínica sólo dos comentarios centrales de la comisión: la preocupación de la existencia de una norma legal que, para protección de los. médicos, declarara a la persona muerta antes de retirada del respirador, y la explícita mención, apoyada por la única cita bibliográfica del trabajo, de que la Iglesia Católica, a través del Papa Pío XII, ya en 1958 había declarado que la prolongación de la vida por métodos extraordinarios en este tipo de pacientes críticos y la verificación del momento de la muerte eran de incumbencia estrictamente médica l.
En resumen, el informe Harvard fué el resultado de la observación clínica que registró la existencia cierta de un grupo numeroso de pacientes, emergentes del avance tecnocientífico de la medicina, que necesitaban imperiosamente un abordaje especial. La necesidad de la adopción de una nueva conducta era dependiente de una concepción netamente utilitarista: debía normatizarse cuando era lícito éticamente ablacionar órganos para los transplantes que ya se efectuaban y además era difícil soportar indefinidamente la atención de situaciones claramente irreversibles. La decisión no podía ser otra que el establecimiento de un límite en la asistencia que en este caso resultó la interrupción de la ventilación mecánica6.
Esta nueva situación prestó normalidad y consentimiento al progreso de la trasplantología y comenzó a plantear en la práctica operativa el retiro del soporte vital respiratorio en un particular tipo de paciente crítico que se definió a partir de ese instante como muerto desde el punto de vista cerebral. En los años subsiguientes y hasta el comienzo de la década del ochenta en sucesivos documentos publicados sobre este tema se estableció una definición de la muerte, los criterios sobre los que se sustenta y los tests que permiten su diagnóstic07-8-9. Así las cosas, la muerte se definió como el cese del funcionamiento del organismo como un todo y el nuevo criterio de muerte cerebral tenía como fundamento central la abolición de la función cerebral completa (whole brain criterion). Esto último implicaba el cese de las funciones corticales (coma, ausencia de motilidad voluntaria y sensibilidad) y aquellas dependientes del tronco cerebral (reflejos que involucran pares craneanos, ausencia de respiración espontánea). El nuevo paradigma de la muerte surgía así a través de la interpretación conceptual de equiparar a la cesación de la actividad de las neuronas responsables de la organización de los principales subsistemas orgánicos con la interrupción de la función integradora del organismo como un tod09.
Habida cuenta que la concepción totalizadora que resume esta nueva definición puede interpretarse como un aporte creativo de la bioética que sintetiza operaciones tecnológicas, conceptos científicos e ideas filosóficas 10, resulta indispensable analizar la evolución que en las tres décadas posteriores se ha producido en la investigación biomédica, en el propio debate bioético sobre los problemas del fin de la vida y también algunos aspectos del marco jurídico en que se ha intentado encuadrar este tema en distintos países.
Aspectos científicos
La aparición del la muerte cerebral como un estricto diagnóstico neurológico ante cuadros claramente irreversibles, permitió la inmediata creencia de que estábamos en presencia de un nuevo adelanto médico capaz de descubrir por el método científico el verdadero sus trato de la muerte. La irrecuperabilidad e irreversibilidad de este cuadro prestó absoluta credibilidad a la interrupción del soporte vital: en efecto la muerte por asistolia ocurriría en pocos días indefectiblemente. No obstante estos cuerpos no parecen muertos (look death), se ha demostrado que la prosecución del tratamiento de sostén en algunos casos permiten “sobrevidas” superiores a los doscientos días y quizá si hoy, treinta años después, se aplicara todo el arsenal disponible las”sobrevidas” serían aun mayores y habituales. Las mujeres embarazadas con fetos no viables al tiempo de la patología cerebral han permitido -luego de varias semanas y hasta meses- el nacimiento de recién nacidos normales y la esperma de varones es apta para la fertilización2-6.
Actualmente no es fácilmente sostenible una justificación biológica de la muerte cerebral para argumentar la pérdida irreversible de la función cerebral completa. La actividad eléctrica cerebral se ha encontrado presente en el electroencefalograma en porcentajes que oscilan entre el 15 y el 40% de personas con criterios de muerte cerebral y en algunos países como Gran Bretaña ya no es requerido este estudio para su diagnóstico 11. Desde el punto de vista endocrinometabólico se constata idemnidad en la función hipotálamohipofisaria con normalidad en la secreción de vasopresina en el 25% de las series con muerte cerebral lo que resulta concordante con la presencia de diabetes insípida sólo en el 38% de los niños y en un porcentaje muy variable de adultos (50 a 70 %). Se han encontrado asimismo valores normales de hormonas hipofisarias tales como PRL, GH, LH Y TSH séricas. Se ha comprobado asimismo la normalidad del eje TRH y TSH con respuestas adecuadas de la hipófisis anterior a la estimulación hormonal12. También se ha verificado la existencia de respuesta hemodinámica frente a estímulos externos y la misma incisión quirúrgica para efectuar la ablación promueve un aumento de tensión arterial y taquicardia resultando un dato operativo demostrativo de interacción con el medio exteriorI2-13.
Con estos resultados y algunos otros se ha observado críticamente que no se consideren estos índices metabólicos como parte de las funciones integradoras del sistema nervioso central cuya afectación ha sido el concepto central del nuevo criterio de muerte aunque pudieran ser interpretados como ejemplos de actividad cerebral residual14. Actualmente siguen vigentes las normas del Subcomité de Calidad de la Academia Americana de Neurologíal5 acerca de los criterios de diagnóstico clínico de la muerte cerebral en presencia de signos de foco neurológico evidente (traumatismo de craneo, hemorragia subaracnoidea por rotura aneurismática) y otras situaciones derivadas de lesiones encefálicas isquémicas e hipóxicas, con especial recomendación de excluir las causas reversible s (intoxicación, hipotermia, trastornos metabólic0s).
Dicho informe confirma que la muerte cerebral es un diagnóstico clínico, sistematiza el test de apnea que resulta crucial para el diagnóstico, afirma que la evaluación repetida a las 6 horas es recomendable aunque dicho lapso es arbitrario y finalmente concluye que los métodos “confirmatorios” son opcionales para aquellos casos de evaluación clínica dudosa (por ejemplo severo trauma facial). Adicionalmente muchos otros métodos exploratorios del encéfalo como el EcoDoppler transcraneal, la perfusión cerebral por métodos radioi- sotópicos, la angiografia, el SPECT y el estudio pormenorizado de potenciales evocados han demostrado utilidad predictiva en la aproximación de la muerte cerebral y no la validez cierta de un método confirmatorio seguro. Contrariamente a lo inicialmente esperable, el avance en el conocimiento neurofisiológico no ha permitido encontrar un examen que delimite una frontera nítida entre la vida y la muerte neurológica (funciones corticales y troncales) por lo que los tests diagnósticos de muerte cerebral tienden con el paso de los años a ser más clínicos que instrumentales2-15.
Recientemente y como un dato más de la vigencia de este debate se ha planteado una controversia en Gran Bretaña entre los médicos de Terapia Intensiva y los anestesiólogos sobre si debe o no aplicarse anestesia al donante (muerto cerebral) para efectuar la ablación de los órganos16.
Estos datos biológicos que se han acumulado ponen en duda el concepto inicial de pérdida irreversible y completa de la función cerebral, como criterio que fundamenta la nueva definición de muerte y muestran que sólo un número muy crítico de neuronas cesan su actividad17. Esta realidad, enfrentada con el criterio de pérdida completa de la función cerebral, no podría responder esta pregunta crucial: qué cualidad tan esencial y significativa tiene este número crítico de elementos de una entidad que su pérdida constituye la muerte de toda la entidad?18. Asimismo la consideración de la afectación de los subsistemas integradoras del organismo considerado como un todo resulta difícil de mantener cuando se observa la conservación intacta de funciones esencialmente homeostáticas como las endocrinometabólicas, lo que cuestionaría la definición misma de la muerte.
Aspectos bioéticos
Esta muerte cerebral, que a pesar de los treinta años transcurridos desde su concepción, aun no ha perdido su adjetivación de “cerebral” nos introduce en el apasionante tema de debatir si, en estos tiempos de incesantes adelantos tecnológicos, la identificación de la muerte como extremo del final de la vida no es verdadera y simplemente una convención acordada por la sociedad del mismo modo que lo será el comienzo de la vida humana6.
Desde el comienzo de esta nueva etapa resultó claro que el tema en cuestión no era simplemente un problema médico sino que afectaba a toda la sociedad requiriendo una profunda reflexión sociológica y moral. Ya en los primeros años de debate sobre la pertinencia del concepto de muerte cerebral, R. Morrison expuso -en un meduloso trabajo publicado en 1971 em Science19 que este fenómeno final no era un evento sino un proceso continuo, gradual y complejo que excedía la biología y la medicina y que todo acuerdo sobre este punto necesitaba, además de una intensa indagación filosófica, ética, legal y social, ser asumido y comprendido por la sociedad, quien en definitiva tendría que delinear y aceptar el nuevo concepto sobre la misma.
Sin embargo la circunstancia inicial de denominar como muerte a la nueva situación y ciertos desarrollos conceptuales posteriores impidieron quizá un adecuado conocimiento sobre la naturaleza íntima de los hechos.
“Los Nuer, una tribu africana, consideraban a los recién nacidos defectuosos como hipopótamos que eran equivocadamente concebidos por padres humanos quienes entonces los colocaban en el borde del río, para devolverlos a lo que era su habitat natural”. Esta anécdota histórica, tomada del libro de Bioética de Beauchamps y Childress (3ra. Edición) y citada por Youngner18 hace referencia al artilugio conceptual utilizado por esta tribu para obviar la prohibición moral de matar recién nacidos no deseados. La similitud de esta costumbre tribal con la aceptación de declarar como muertos a aquellos pacientes con pérdida de la función cerebral completa, en lugar de plantear la necesidad de la interrupción del soporte vital o la ablación de órganos para permitir la llegada de la muerte, sugiere al autor citado que la muerte cerebral no significó una tergiversación conceptual para toda la sociedad.
A partir de 1968 y desde el marco formal de la bioética sucesivos documentos publicados establecieron consensos para el establecimiento de definiciones, criterios y tests diagnósticos sobre la muerte. La abolición de la función cerebral completa (whole brain criterion) significaba la cesación de la actividad de la función integrad ora del organismo como un todo y proveyó, en la hipótesis de Bernat de 1981 el sustento conceptual de una determinación tomada trece años antes. A partir de entonces, y a propuesta de la comisión presidencial, en el acta sobre la definición de la muerte se considera como muerte a: 1) la irreversible cesación de la función circulatoria o respiratoria y 2) la irreversible cesación de la función cerebral completa. Esto último impli- caba tanto las funciones corticales (coma, ausencia de motilidad voluntaria y sensibilidad) como aquellas depen- dientes del tronco cerebral (reflejos que involucran pares craneanos, ausencia de respiración espon-tánea). Se nece- sitaron unas pocas semanas para elaborar el informe Harvard (1968)1 y muchos años para establecer un marco conceptual (Comisión Presidencial, Bernat. 1981t
Desde 1968 y en las siguientes décadas del setenta y del ochenta se asistió a la aparición cada vez más frecuente de cuadros clínicos intermedios con variables grados de lesión del sistema nervioso como en el estado vegetativo persistente (EVP), demencias profundas, anencefalias y otras, en que no se cumplen los criterios aceptados de muerte cerebral (idemnidad del sistema reticular activador del tronco cerebral y de las funciones respiratoria y circulatoria), pero que también tienen daño cerebral irreversible con pérdida absoluta de las funciones corticocerebrales superiores: tienen permanentemente abolida la conciencia, la afectividad y la comunicación con conservación de los ciclos sueño-vigilia, de los reflejos y movimientos oculares, de la respiración espontánea y de los reflejos protectores del vómito y de la tos2-6-14. La existencia de este grado de lesión neurológica cerebral superior ha dado origen al criterio de muerte neocortical sustentado en la pérdida de las funciones cognoscitivas superiores, que tienen su asiento en la cortezl-14-16. En estos casos la suspensión de la hidratación y la nutrición provoca la muerte por paro cardiaco en un lapso de 10 a 15 días circunstancias que han instalado el debate sobre la inmutabilidad de la definición de la muerte y su criterio de sustentación.
Entretanto y mientras en este grupo importante de pacientes se comienza a plantear frecuentemente importantes problemas de decisión médica, durante este tiempo, en el mismo país (USA) no era posible acceder a la solicitud de interrupción de la asis tencia respiratoria mecánica en el paciente en coma (Karen Quinlan en 1976) y se comenzaba el debate social, médico y jurídico sobre sobre la aplicación o suspensión de los métodos de soporte vital al mismo tiempo que se impulsaba, desde diversos foros, el derecho de los pacientes a decidir sobre su destino.
Asimismo, la evolución posterior de los acontecimientos en esta última década han avanzado sobre la aceptación de la abstención y el retiro de los métodos de soporte vital en el estado vegetativo persistente, cuyos casos paradigmático s en el mundo han sido la suspensión de la hidratación y nutrición parenteral de Nancy Cruzan en 1990 en USA y de Antony Bland en 1994 en el Reino Unido.
Así las cosas, desde hace varios años existe un permanente reexamen del problema desde el punto de vista bioético. Muchos eticistas, médicos y filósofos, se han preguntado por qué tomar en cuenta la falla neurológica que regula la homeostasis de las funciones vegetativas, como el caso de la respiración, para definir la muerte y no simplemente la pérdida irreversible de la conciencia que es la que define absolutamente la naturaleza y condición humanas13-17. Este criterio cerebral superior (high brain criterion) da sustento a la hipótesis de muerte neocortical que abandona completamente el sentido puramente biológico de la vida y prioriza en cambio los aspectos vinculados a la existencia de la conciencia, afectividad y comunicación como expresión de la identidad de la persona. Siguiendo esta línea de pensamiento la teoría de la identidad personal de Wikler apunta a defender el “high brain criterion” considerando asimismo como razones espurias a la justificación biológica, pretendidamente inobjetable, de la muerte cerebra¡2°. Cuando queda abolida totalmente la conciencia como en el EVP la persona desaparece quedando en cambio el cuerpo biológico que la albergó.
El desarrollo filosófico de la diferenciación entre el concepto de persona y organismo también puede enriquecerse a partir del estudio de la ontogénesis del cerebro humano desde el embrión hasta el lactante en donde se establece la existencia de cuatro fases evolutivas secuenciales: organismo, individuo biológico, ser humano y persona2!. La distinción. entre ser humano y persona como conceptos bien diferenciados desde el punto de visto ontogenético ayudará a la comprensión de los fenómenos operados en el fin de la vida cuando se producen diversas afectaciones del sistema nervioso central.
Aspectos jurídicos
El diagnóstico de muerte cerebral creó la necesidad de una adaptación legal a la nueva definición provocando modificaciones primeramente en el status jurídico en los diversos Estados de USA y seguidamente en varios países europeos. En nuestro país la ley N° 21.541/77 Y su reglamentación expuso las condiciones requeridas para el diagnóstico de muerte cerebral para los casos de donantes de órganos, que luego fuera extendida para todos los hombres por una nueva ley de reformas (Ley No 23.464/87) después ratificada por la Ley No. 24193/93 ahora vigente.
En la legislación argentina se establece como necesaria para determinar el fallecimiento de una persona (art. 23 de la ley 24193/93) la constatación acumulativa y persistente durante seis horas de: a) ausencia irreversible de respuesta cerebral con pérdida absoluta de la conciencia, b) ausencia de respiración espontánea, e) ausencia de reflejos cefálicos y constatación de pupilas fijas no reactivas y d) corroboración de inactividad encefálica por los medios técnicos o instrumentales que fije el Ministerio de Salud. Actualmente, y en cumplimiento de lo prescripto por el inciso d) la Resolución 34/98 del 20 de Marzo de 1998 (Boletin Oficial No. 28.865) emitida por el Ministerio de Salud de la Nación con el’ asesoramiento del INCUCAI normatiza técnicamente el Protocolo de Diagnóstico de Muerte bajo Criterios Neurológicos. Como ya se ha dicho si bien el diagnóstico de muerte cerebral es eminentemente clínico, y en países con alto desarrollo tecnológico como Gran Bretaña y Estados Unidos de Norteamérica no se exigen exámenes complementarios sino en circunstancias muy especiales (trauma facial severo, fractura de peñasco,etc), en nuestro país existe una normativa legal que exige su realización en todos los casos.
La certificación del fallecimiento será efectuada en este caso por dos médicos, entre los cuales figurará un neurólogo o neurocirujano, y la hora del mismo será cuando se constaten por primera vez los signos mencionados. Si bien esta nueva ley de Trasplantes manifiesta taxativamente que esta normativa para la certificación del fallecimiento es válida para todo efecto, la experiencia de algunos médicos y servicios asistenciales han verificado que algunos jueces no aceptan cumplir la norma cuando no se trata de un donante de órganos.
No obstante en este proceso se ha producido un extenso debate en todo el mundo y por ejemplo recién en 1990 Suecia y Dinamarca incorporaron a su legislación el diagnóstico de muerte cerebral, que aun hoy no resulta aceptada en la mayoría de los países islámicos. Incluso en algunos países, como en Japón, en los que existe una disposición jurídica permisiva y un alto desarrollo tecnológico, no se ha diseñado una política clara de trasplantes por razones de índole moral y cultural. Dinamarca es un país donde actualmente existen dos standard de muerte: la cerebral para el caso de donantes de órganos y la cardiorrespiratoria tradicional para el resto de las situaciones.
Desde hace algunos años en los Estados de Nueva Jersey y de Nueva York de USA existe una disposición legislativa por la cual las personas tienen derecho a no aceptar el retiro del respirador en caso de muerte cerebral por objeción de conciencia lo que significa anteponer el ejercicio de la autonomía por encima de una norma (diagnóstico de muerte cerebral) que parece entonces conceptuarse como meramente convencional y hasta de cumplimiento voluntari06.
Dilemas actuales
Si se examina reflexivamente el problema desde el informe Harvard hasta nuestros días se puede ver como un continuo todo este proceso que se inicia por la posibilidad de remplazar con soporte externo la casi totalidad de las funciones vegetativas en pacientes en coma permanente con diverso grado de lesión neurológica. La visualización de la muerte cerebral como el establecimiento cierto de un límite convencional en la asistencia médica permitiría una mayor comprensión de esta situación. La presentación en sociedad de la muerte cerebral como producto de un descubrimiento por el avance científico tampoco ayudó al conocimiento pleno de la verdad. No obstante la rápida aceptación de este criterio cerebral para la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica o el soporte circulatorio se debió justamente a que se proponía una solución para un problema grave y cierto. Del mismo texto del informe Harvard surge que ante determinadas circunstancias hubo una imperiosa necesidad de establecer un límite en la atención médica2-6.
La utilización de la palabra muerte para calificar la nueva situación no facilitó tampoco la comprensión total de la situación por parte de la medicina ni de la sociedad y no se obtuvo entonces la plena identificación de la muerte con la muerte cerebral. Es importante señalar que .a pesar del consenso operativo existente en la mayoría de los países del mundo occidental para los casos de selección del donante de órganos, el acuerdo en proceder a la ablación en las circunstancias actuales no ha implicado la íntima creencia de esta identidad ni siquiera en la mayoría (sólo un 35%) de los integrantes de un equipo de procuración y trasplante y quizá por ello no se ha podido prescindir de la palabra cerebral para calificar a este tipo de muerte22.
También la generalizada aceptación actual de la abstención o interrupción de todos los métodos de soporte vital, incluidos la hidratación y nutrición, en el paciente crítico y su directa influencia en la provocación de la muerte, permite asimilar con mayor facilidad la visión de la muerte cerebral como una interrupción en el método de soporte vital (respirador). Por ello, si uno de los objetivos centrales del informe Havard fue reglar la procuración de órganos, y hoy ya se acepta la licitud ética de interrumpir el soporte vital, se ha planteado la posibilidad de autorizar la obtención de órganos en otras situaciones clínicas (estado vegetativo persistente y niños anencefálicos )23-24-25-26.
Finalmente la subsistencia de este debate demuestra por si mismo que la aceptación del concepto de muerte cerebral como una necesidad indudable no ha implicado la aceptación plena y conciente que ésa es la muerte (por lo menos la única y verdadera)2-6-24-25. La aplicación actual en Pitsburgh de un protocolo con una compleja metodología de obtención de órganos con corazón detenido, que trata de preservar las condiciones del órgano junto a la necesidad de obviar el diagnóstico de muerte cerebral, aunque determinando la existencia de la muerte después de 2 a 3 minutos del paro provocado por la suspensión del soporte vital, expresa las permanentes reservas que aun existen en la sociedad6.
Reflexión crítica. La muerte cerebral como límite.
Mas allá de las múltiples observaciones de estricto orden filosófico respecto de la interpretación bioética sobre la muerte, sus definiciones y criterios, resulta imprescindible recordar las dudas iniciales de Youngner17-18, ya citadas, la propuesta de Havely y Brody27 de obviar la discusión de cuando ocurre la muerte y en cambio acordar una conducta para cada situación (ablación, suspensión del tratamiento y enterramiento) y referir los comentarios de Singer24 cuando afirma que la propuesta de la muerte cerebral fue una opción lógica en un tiempo en que no era aceptable moralmente decidir intencionalmente sobre la provocación de la muerte de un paciente para la pro curación de órganos y limitar la asistencia en caso de daño cerebral irreversible. Pero ahora, continúa Singer, si ya se acepta la interrupción del soporte vital para permitir la muerte cuando el paciente esta irreversiblemente inconciente y la preservación de la vida biológica no es beneficiosa para él, cuál es el sentido de mantener el concepto de muerte cerebral? Ciertamente, y no sin razón, el autor citado concluye que en estos casos se podría efectuar la ablación de órganos para trasplante, retornando al viejo concepto de muerte cardiocirculatoria como condición imprescindible para el enterramiento del cadáver.
También Truol cuestiona muy seriamente el mantenimiento del concepto de muerte cerebral, considerándolo incoherente en la teoría y confuso en la práctica a la luz de los cambios
operados en la comprensión de todas estas cuestiones que ya hemos comentado y que permiten encontrar múltiples contradicciones en la definición, en el criterio y en los tests diagnósticos de la muerte. Asimismo la seguridad del paro cardiaco próximo en todos los casos de muerte cerebral hoy ya no es tan creíble como hace treinta años desde que el desarrollo de un verdadero tronco cerebral artificial, representado por la terapia intensiva, permite “sobrevidas” de varios meses y hasta más de un año. La propuesta esencial de =este autor es abandonar el concepto de muerte cerebral y permitir la donación de órganos separando este tema de la discusión sobre la dicotomía vida /muerte, obligándose a cumplir en los casos de EVP, anencefalia y también en otras situaciones los principios de consentimiento expreso del donante y/o su representante y de no maleficencia. El avance en la discusión de esta cuestión en el caso de anencefálicos llegó al punto de ser aprobado por el Comité de Ética y Asuntos Judiciales de la Asociación Médica Americana en 1995 aunque fuera posteriormente rectificado por el mismo Comité al año siguiente26.
En nuestra opinión así como la muerte cerebral fue la respuesta correcta a la situación histórica de la medicina de los 60, corresponde examinar ahora cuál es su sentido en relación con la realidad que se vive en la medicina crítica en este tiempo, treinta años después6. Actualmente una nueva ética de la vida y de la muerte se vive en las salas de cuidado crítico cuando entre el 50 y 90 por ciento de las muertes ocurridas en esta áreas se definen por las acciones médicas que concientemente se omiten o se suspenden en cada paciente28. Ya nadie discute ni oculta que la muerte, evento cuya proximidad o posibilidad cierta define por sí mismo al paciente crítico, se produce en el marco del “permitir morir” como resultado mediato o inmediato de actos médicos que afectan funciones vitales3-4-28. Aun más, los principales estudios prospectivos y retrospectivos que se han publicado sobre la frecuencia de abstención o suspensión de métodos de soporte vital y su relación con la determinación de la muerte incluyen también la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica en los casos de muerte cerebral lo que en algún sentido homologa ambas situaciones desde el punto de vista de la práctica médica operacional28.
Después de estos treinta años y a la luz de la evolución de los acontecimientos relatados, en los casos de muerte cerebral y en todos los otros en quienes se toma una medida de suspensión de un soporte vital (respirador, tratamiento hemodinámico, diálisis, hidratación, nutrición, etc) existe ciertamente una interrupción que implica no-tratamient06.
Esta época de “muerte intervenida” no es conocida suficientemente por la sociedad, lo que resulta una omisión grave e inadmisible. Así las cosas, esta intervención debe ser comprendida por la sociedad, reconocerla como un producto de la incorporación tecnocientífica a la medicina, debe integrar su cultura acerca de la enfermedad y de la muerte y aceptar que las decisiones deben ser compartidas por el paciente, con su manifestación previa o actual, o por su representante o por la familia. Lo que no debe ocurrir es que toda esta decisión pueda quedar en manos de los médicos. La vigencia del principio de autonomía exige este esfuerzo por parte de la sociedad porque el derecho de decidir y de usufructuar el progreso exige también la obligación y el deber de compartir las consecuencias de cada decisión en esta
instancia.
Con una visión del diagnóstico de muerte cerebral como un límite convencional en la asistencia médica que se acordó con fines utilitarios, el informe Harvard marcó un verdadero hito en la admisión de establecer la interrupción (no tratamiento) en la atención médica aunque con la salvedad =expresa de considerar muerto (con una norma legal expresa) al paciente antes de proceder al retiro del soporte vital, para que no se pudiera considerar a los pacientes “técnicamente” vivos l.
Actualmente, treinta años después, la propuesta de Singer y Troug en el sentido de abandonar el concepto de muerte cerebral significa en realidad abandonar la identificación de la muerte cerebral con la muerte y todas sus complejas argumentaciones biológicas, filosóficas y morales. Si como se ha dicho la propuesta de la muerte cerebral obedeció a una cuestión práctica y ésta fue resuelta, porqué no clarificar el concepto de la misma a la luz de los acontecimientos ocurridos en estos treinta años donde se modificó sustancialmente las actitudes frente a la vida y la muerte. Siguiendo nuestra interpretación inicial respecto de la calidad de los pacientes (coma irreversible) que tuvo que afrontar el informe Harvard, de la necesidad (obtención de órganos para trasplante) de la época y del límite (interrupción de la respiración mecánica) que se impuso, ahora podríamos concluir que los nuevos pacientes son los estadíos neurológicos intermedios que no cumplen los requisitos de muerte cerebral (estado vegetativo pesistente, anencefalias), la nueva necesidad es la lucha por la muerte digna y el reconocimiento pleno del ejercicio del principio de autonomía y los nuevos límites son no sólo el retiro de la respiración mécanica sino también de la alimentación y la hidratación parentera16.
Es posible también que en este tiempo el diagnóstico de muerte cerebral operó como una pantalla que no ha permitido avanzar hacia situaciones clínicas intermedias porque se olvidó su historia de convención acordada derivada de la observación clínica, no se profundizó suficientemente su frágil argumentación biológica, quedando siempre el debate envuelto en la compleja metafísica de la muerte. Si ahora vemos todo este proceso como un continuo, grabas a los hechos operados en estos treinta años resultará ocioso discutir la propuesta del informe Harvard de que la muerte (la muerte cerebral) ocurría antes del establecimiento del límite, o si finalmente admitimos que la muerte (la única) ocurre después del límite.
La participación de la sociedad en este debate es imprescindible por que los problemas que tienen que ver con la vida y con muerte no son simplemente dependientes de un ordenamiento moral, médico ni jurídico sino del derecho a morir ya vivir de cada uno.
Si en cambio todo este proceso se lo ve como un fenómeno exclusivamente médico no se plantea la verdad en su totalidad y se excluye a la sociedad de un debate y un acuerdo en el que debe participar porque el tema le atañe absoluta y completamente.
En todas la situaciones que examinamos, mas allá del debate ético, médico o legal se debe enfrentar un problema práctico: la definición existente sobre la muerte cerebral y cualquier otra basadas en la afectación del cerebro superior no permite el enterramiento del cuerpo (cadáver) mientras no se haya producido el paro cardíaco. A la ausencia de actividad circulatoria (asistolia), que tradicionalmente definía la muerte y hoy sólo es un requisito para disponer el enterramiento del cadáver, se llega en la muerte cerebral por el abandono de todos los métodos de asistencia en pocos minutos u horas, mientras que en el estado vegetativo persistente son necesarios 10 a 15 días desde la suspensión de la hidratación y nutrición.
Toda esta compleja situación que se genera en la práctica=justifica a Halevy y Brody cuando proponen27 obviar la discusión sobre cuando ocurre la muerte y proponer en cambio una respuesta para cada una de las tres preguntas centrales: a) cuándo se puede suspender el cuidado del paciente, b) cuándo pueden extraerse los órganos para trasplante y e) cuándo es posible el enterramiento del cuerpo. Para estos autores los médicos debieran estar autorizados a suspender unilateralmente el tratamiento ante la pérdida irreversible de la conciencia,-situación discutible porque margina al paciente o a su representante en la determinación de la futilidad de una acción médica-, y la ablación podría efectuarse cuando se cumplan los criterios clínicos hoy vigentes de muerte cerebral -aunque hoy se propone la posibilidad de efectuarla en situaciones como en la anencefalia23. La tercer pregunta es la única que tiene acuerdo unánime: para enterrar el cuerpo es condición necesaria el paro cardíaco.
Finalmente en el análisis ético del “permitir morir” se debe considerar que, más allá de los métodos que deben suspenderse, la toma de decisión sobre la muerte se encuentra en el marco del “derecho a morir” de cada paciente. El consenso moral, médico y legal que tiende a producirse sobre las decisiones del morir debiera cumplir tres principios fundamentales: el pleno conocimiento de la sociedad sobre la necesidad del establecimiento de un límite convencional en la atención médica en determinadas =circunstancias; el respeto por las preferencias del paciente; y que la aplicación de alguna regla no permita arbitrariamente la muerte programada de minusválidos mentales o físicos.
Será muy difícil aceptar moralmente si existen varios tipos de muerte (la cardiorrespiratoria tradicional, la cerebral actual y alguna otra), aunque necesitemos una definición médico-legal aceptable de la muerte real. Lo importante y trascendente es que la muerte será siempre una sola y que su interpretación y significado es un problema filosófico que no tiene una respuesta biológica ni médica ni tampoco legal.
Resulta todavía impensable o por lo menos muy lejano el tiempo en que sea posible encontrar una solución que ponga fin a la incertidumbre que hoy tenemos sobre todos los aspectos que se relacionan con la vida y la muerte. Sólo el pleno debate nos enriquecerá y ninguna decisión deberá tomarse en cada caso sin el absoluto respeto por el paciente o su representante. El derecho a morir y el derecho a vivir sólo le pertenecen a cada uno.
Quizá nadie como Diego Gracia29 ha resumido magistralmente un concepto que compartimos totalmente: “La muerte es un hecho cultural, humano. Tanto el criterio de muerte cardiopulmonar como el de muerte cerebral y el de muerte cortical son constructos culturales, convenciones racionales, pero que no pueden identificarse sin más con el concepto de muerte natural. No hay muerte natural. Toda muerte es cultural. Y los criterios de muerte también lo son. Es el hombre el que dice qué es la vida y qué es la muerte. Y puede ir cambiando su definición de estos términos con el transcurso del tiempo. Dicho de otro modo: el problema de la muerte es un tema siempre abierto. Es inútil querer cerrarlo de una vez por todas. Lo único que puede exigírsenos es que demos razones de las opciones que aceptemos, que actuemos con suma prudencia. Los criterios de muerte pueden, deben y tienen que ser racionales y prudentes, pero no pueden a aspirar nunca a ser ciertos.”
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23/11/10 Fuente: Carlos Gherardi, MD. Revista Ecuatoriana de Medicina Crítica
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