Fuente: jano.es
Este análisis tendría como objetivo la comprensión del lenguaje propio de la bioética (distinto del puramente clínico), la habilitación en la formación de juicios morales de opinión, el entrenamiento en un método de toma de decisiones, etc. Todo ello con el fin de adquirir y consolidar los ingredientes básicos para ayudar a otros a resolver los problemas ético-clínicos en situación real. La propuesta alimentó cierto debate y se llegó a constituir una comisión de formación de cinco miembros que, tras una sesión de trabajo, propuso como actividad del comité programar la discusión de casos en las sesiones ordinarias, realizar presentaciones breves de los términos más frecuentes en bioética y hacer revisiones bibliográficas. Sin embargo, la propuesta formulada al comité por parte de la comisión, por más que generó un intenso debate, no tuvo demasiado éxito.
El interés teórico de esta experiencia está en el tipo de argumentos que se introdujeron para restar importancia a la formación: la creencia en el sentido común, en una especie de alianza entre sentido común y bioética. Los miembros de los tribunales populares, se decía, no necesitan ningún tipo de formación especial. ¿Por qué iban a necesitarla los miembros de un comité de ética asistencial?
¿Qué es el sentido común?
En primer lugar, el sentido común no existe en la modalidad que muchos suelen creer. Y cuando se acepta que existe, tras ello se suele afirmar, también comúnmente, que es el menos común de los sentidos. ¿No hay aquí una contradicción? Pensar que toda palabra o concepto de uso popular tiene un correlato perfectamente delimitado en la realidad es una ingenuidad. Si el sentido común existiera en la forma que suele creerse, no se sabe muy bien por qué no se ha integrado en las concepciones científicas o filosóficas más recientes. No deja de ser sorprendente. Y, sin embargo, el sentido común existe como expresión. ¿Qué se querrá decir con ello?
Mi interpretación es que el sentido común es la traducción popular de algo muy distinto a lo que entendemos por sentido. El sentido común no es un sentido más, un órgano más, junto a la vista, el oído, el tacto, etc. Tampoco es lo que los moralistas británicos del siglo XVII llamaban sentido moral, lo que popularmente se ha traducido por olfato moral, un sentido similar al que en el orden de la medicina se califica de ojo clínico. Por último, el sentido común está muy lejos de ser algo parecido a lo que Aristóteles llamaba sabiduría práctica y que equivaldría en distintos idiomas a prudencia. Me parece que el sentido común es un cajón de sastre al que van a parar ciertas opiniones que derivan de una especie de sentimiento común. El sentido común, en el sentido de sentimiento común, hace referencia a esa serie de creencias, hábitos, tradiciones, etc., que una cultura suele compartir y a las que se apela, popularmente —es decir, infundadamente— para justificar un tipo de opinión o comportamiento. Lo que es de sentido común, se dice, se entiende que está bien, y lo contrario, que está mal; o que es de sentido común hacer una cosa y no otra, etc.
No obstante, en mi opinión, esta concepción del sentido común como sentimiento común va acompañada, imperceptiblemente, de otra que la hace inoperante y fuente de numerosos conflictos. La apelación al sentido común presupone la creencia en una especie de innatismo, la creencia en una especie de verdad absoluta, unívoca, etc., en todo caso, la creencia en lo más opuesto al perspectivismo, a la verdad como desvelación, construcción, etc. Y aquí está el problema. El sentido común no acaba siendo sinónimo de lo razonable, sino de lo incuestionable. De ahí que si se acepta que existe como capacidad de aprehender la verdad incuestionable de las cosas de modo directo e inmediato, ha de aceptarse también que existe una verdad natural, innata, además de una verdad convencional. Ahora bien, que exista una verdad natural o innata resulta enormemente discutible. Hoy se sabe que la verdad no es una adecuación entre lo que yo digo y la realidad, sino una construcción. La verdad es siempre verdad de mi construcción perceptiva, o de mi construcción lógica, o de mi construcción racional, etc. La verdad no está, en sí, en la naturaleza, en la realidad, sino que es un modo humano de entender, para su uso, para su supervivencia, lo que dice, lo que hace, y, en definitiva, de entenderse con las cosas, de relacionarse con ellas.
Pues bien, si esto es así, cabe sacar algunas consecuencias. La primera, que el sentido común no existe más que en el sentido de sentimiento común de una cultura (opiniones, creencias, tradiciones, etc.). Cada cultura tendría unas ciertas opiniones, creencias, tradiciones que toma como de sentido común y que se instauran en las personas como sentimientos innatos. Pero esto quiere decir que el sentido común no dice lo mismo aquí que en otra cultura, ni hoy que hace medio siglo, etc. Por tanto, sentido común no es lo mismo que aprehensión común de la verdad inalterable de las cosas. La segunda, que si se acepta, supongamos, que el sentido común en cuanto sentimiento común, ve efectivamente aspectos de la realidad que no ve la razón, esto plantea inmediatamente otro problema. Porque la cuestión es cómo ve esos aspectos. Es la tercera consecuencia: el sentido común en cuanto sentimiento común ve la realidad de modo polar o polarizada. Ésta es una característica de todo sentimiento.
¿Son los comités de ética asistencial “tribunales populares hospitalarios”?
Todo esto nos permite ahora sacar a la luz algunas falacias que se ponen en circulación estratégicamente. Cuando se dice que el sentido común acierta tanto como el sentido racional, como el conocimiento de causa, y se intenta fundar esta afirmación, apelando, por ejemplo, a que los tribunales populares, cada vez más frecuentes, tienden a coincidir con el veredicto del juez, se hace pasar una gran confusión por una evidencia. La evidencia es que no pueden no coincidir. Si el sentimiento opera de modo polar, el sentido común tiene ya garantizado el 50% de probabilidades de acertar. Las decisiones que se pueden tomar apelando solamente al sentido común suelen ser decisiones de sí/ no, a favor/en contra —curiosamente, las que se piden en los tribunales populares, o en las urnas—. Lo que conviene saber, para que no todo sea confusión, es que el sentido común no puede ser tomado en cuenta más que en situaciones de escasa complejidad, es decir, de respuesta elemental (culpable/no culpable, etc.). Pero es muy dudoso que sirva para la toma de decisiones complejas, como suelen ser las decisiones clínicas, o todas aquéllas que, no por casualidad, acaban en un Comité de Ética Asistencial. ¿Qué pensaríamos de un paciente que preguntara a su médico si tiene gripe o no, o si es hipertenso o no, etc., en el entendido de que tan sólo puede responder sí/no? Primero, el médico tendría que estudiar los síntomas del paciente. Pero, además, el médico, tras el análisis del paciente, podría darle una respuesta más compleja: “Todavía no es usted hipertenso, pero va camino de serlo; debe cuidar su alimentación, etc.”. Una respuesta sencilla se ha vuelto compleja, o, dicho de otro modo, lo polar se ha convertido en matiz. ¿Dónde está aquí el sentido común? ¿Llamamos sentido común a lo que es estudio del paciente, análisis de los datos, emisión de un juicio clínico, etc.?
En consecuencia, dejarse llevar por el sentido común en la práctica clínica, o en los comités de ética asistencial, es tanto como banalizar la toma de decisiones, convertir un escenario que tiene que ser plural y participativo en otro completamente opuesto, típico de los códigos únicos y plebiscitarios. Aquí, en este segundo escenario, las decisiones de sentido común pasan a formar parte de lo que suele entenderse por decisiones de baja calidad moral; las opiniones las emiten unos y los votos (el sí o el no) los dan otros. Es la judicialización y politización de la ética o la bioética clínica. Evidentemente, este modo de operar empaña el objetivo de los comités de ética asistencial, puesto que están llamados a ser órganos de calidad. Por eso el sentido común tiene un escaso papel en bioética. En bioética un problema moral no puede convertirse casi nunca en un binomio o en un dilema que sea susceptible de resolverse con un sí o con un no. Convertir un problema en un dilema, ése es el gusto del sentido común y facilón, del sentimiento común y popular, y de todos los que lo avalan estratégicamente. En mi opinión, contra el sentido común habría que promover la deliberación común a través de planes continuos de formación.
Frente al sentido común, deliberación común
La pregunta entonces es cómo funciona la deliberación común en ética clínica. Ante todo, la deliberación es un procedimiento completamente opuesto al sentido común, al olfato moral, al ojo clínico, etc. Frente al sentido común, la deliberación requiere tiempo. Las visiones o decisiones de sentido común son instantáneas. El término es el más apropiado. Cuando se dice que el sentido común funciona, lo que se está creyendo es que se ha conseguido una instantánea de la realidad, o de un estado de cosas, con el solo acto de percibirlo. Esto es como si un clínico, tras ver a un paciente, creyera tener ante sí, instantáneamente, lo que padece. Este clínico se creerá dotado de un especial sentido, el llamado ojo clínico, la versión técnico-clínica de lo que popularmente suele llamarse sentido común. Lo cual es absolutamente ajeno a la deliberación. La deliberación requiere tiempo, porque necesita descomponer y clasificar los datos de la realidad. Unos datos serán objeto de percepción, hechos, otros serán objeto de estimación, valores, en fin, otros serán objetos de obligación, deberes. El sentido común es ciego para toda esta realidad tan rica y diversa.
Por eso el sentido común actúa de modo muy similar a como actúa un estimulo según la teoría del arco re- flejo, es decir, de modo circular o polar. En cambio, la deliberación necesita hacerse alguna composición de lugar de la realidad o del estado de cosas que tiene ante sí. La deliberación tiene que llegar a la realidad profunda de las cosas. Mientras el sentido común nos da una única faz de las cosas, la aparente, el proceso deliberativo nos introduce en ese nivel de profundidad en el que las cosas comienzan a desvelar sus relaciones internas, sus conexiones estructurales, sus entramados causales. Ahí es donde se comprende, por ejemplo, qué implicaciones poseen ciertos hechos clínicos, qué hechos clínicos están soportando ciertos valores, o qué valores tiran de nosotros y nos piden su realización en forma de deber, etc.
Una conclusión necesaria
La bioética, que es una disciplina reciente, está siendo difícil de digerir. Como todo lo reciente, tiene algo de vigente, de moda, de costumbre o de hábito fácil de llevar. Pero quizá todo sea apariencia. Al clínico, todo lo que no es hecho clínico le parece de sentido común. Sin embargo, las decisiones que tienen que ver con la vida y la muerte, con la salud y la enfermedad, no recaen únicamente sobre hechos clínicos, sino sobre valores. Los valores son el ingrediente fundamental de la toma de decisiones. Hoy el ser humano se define más por su capacidad de valorar que por su capacidad de procesar información (entiéndase: datos). ¿Valorar qué? Evidentemente, valorar los hechos, los hechos clínicos, los hechos sociales, etc. Los hechos, en sí mismos, no son valores (son meros datos), pero están cargados de valores que hay que aprender a interpretar. Un alimento o un tratamiento, para el que no tiene hambre ni está enfermo, no significan nada. Esto quiere decir que las decisiones humanas no recaen sobre los hechos, sino sobre los valores que soportan esos hechos. De ahí que en este terreno sea imprescindible conocer la lógica axiológica, además de la lógica clínica. Dicho de otro modo, al lado de la medicina basada en pruebas es preciso iniciar una medicina basada en valores.
Carlos Pose
Profesor de filosofía y bioética. Instituto Teológico Compostelano.
La propuesta realizada a un comité de ética asistencial para
programar sesiones de formación continua propició una experiencia de la
que se pueden obtener enseñanzas importantes sobre el papel del sentido
común en la práctica clínica. Estas sesiones consistirían en la
presentación de casos clínicos cerrados, de modo que se dispusiera de un
material —historia clínica— a partir del cual se pudiera aprender a
analizar la dimensión ética de un problema ético-clínico.Este análisis tendría como objetivo la comprensión del lenguaje propio de la bioética (distinto del puramente clínico), la habilitación en la formación de juicios morales de opinión, el entrenamiento en un método de toma de decisiones, etc. Todo ello con el fin de adquirir y consolidar los ingredientes básicos para ayudar a otros a resolver los problemas ético-clínicos en situación real. La propuesta alimentó cierto debate y se llegó a constituir una comisión de formación de cinco miembros que, tras una sesión de trabajo, propuso como actividad del comité programar la discusión de casos en las sesiones ordinarias, realizar presentaciones breves de los términos más frecuentes en bioética y hacer revisiones bibliográficas. Sin embargo, la propuesta formulada al comité por parte de la comisión, por más que generó un intenso debate, no tuvo demasiado éxito.
El interés teórico de esta experiencia está en el tipo de argumentos que se introdujeron para restar importancia a la formación: la creencia en el sentido común, en una especie de alianza entre sentido común y bioética. Los miembros de los tribunales populares, se decía, no necesitan ningún tipo de formación especial. ¿Por qué iban a necesitarla los miembros de un comité de ética asistencial?
¿Qué es el sentido común?
En primer lugar, el sentido común no existe en la modalidad que muchos suelen creer. Y cuando se acepta que existe, tras ello se suele afirmar, también comúnmente, que es el menos común de los sentidos. ¿No hay aquí una contradicción? Pensar que toda palabra o concepto de uso popular tiene un correlato perfectamente delimitado en la realidad es una ingenuidad. Si el sentido común existiera en la forma que suele creerse, no se sabe muy bien por qué no se ha integrado en las concepciones científicas o filosóficas más recientes. No deja de ser sorprendente. Y, sin embargo, el sentido común existe como expresión. ¿Qué se querrá decir con ello?
Mi interpretación es que el sentido común es la traducción popular de algo muy distinto a lo que entendemos por sentido. El sentido común no es un sentido más, un órgano más, junto a la vista, el oído, el tacto, etc. Tampoco es lo que los moralistas británicos del siglo XVII llamaban sentido moral, lo que popularmente se ha traducido por olfato moral, un sentido similar al que en el orden de la medicina se califica de ojo clínico. Por último, el sentido común está muy lejos de ser algo parecido a lo que Aristóteles llamaba sabiduría práctica y que equivaldría en distintos idiomas a prudencia. Me parece que el sentido común es un cajón de sastre al que van a parar ciertas opiniones que derivan de una especie de sentimiento común. El sentido común, en el sentido de sentimiento común, hace referencia a esa serie de creencias, hábitos, tradiciones, etc., que una cultura suele compartir y a las que se apela, popularmente —es decir, infundadamente— para justificar un tipo de opinión o comportamiento. Lo que es de sentido común, se dice, se entiende que está bien, y lo contrario, que está mal; o que es de sentido común hacer una cosa y no otra, etc.
No obstante, en mi opinión, esta concepción del sentido común como sentimiento común va acompañada, imperceptiblemente, de otra que la hace inoperante y fuente de numerosos conflictos. La apelación al sentido común presupone la creencia en una especie de innatismo, la creencia en una especie de verdad absoluta, unívoca, etc., en todo caso, la creencia en lo más opuesto al perspectivismo, a la verdad como desvelación, construcción, etc. Y aquí está el problema. El sentido común no acaba siendo sinónimo de lo razonable, sino de lo incuestionable. De ahí que si se acepta que existe como capacidad de aprehender la verdad incuestionable de las cosas de modo directo e inmediato, ha de aceptarse también que existe una verdad natural, innata, además de una verdad convencional. Ahora bien, que exista una verdad natural o innata resulta enormemente discutible. Hoy se sabe que la verdad no es una adecuación entre lo que yo digo y la realidad, sino una construcción. La verdad es siempre verdad de mi construcción perceptiva, o de mi construcción lógica, o de mi construcción racional, etc. La verdad no está, en sí, en la naturaleza, en la realidad, sino que es un modo humano de entender, para su uso, para su supervivencia, lo que dice, lo que hace, y, en definitiva, de entenderse con las cosas, de relacionarse con ellas.
El sentido común
tiene un escaso papel en bioética. En bioética un problema moral no
puede convertirse casi nunca en un binomio o en un dilema que sea
susceptible de resolverse con un sí o con un no.
El juicio “usted es diabético” es verdadero o falso, si lo que pretendo es diagnosticar
a un paciente. Pero para que ese juicio pueda usarlo de ese modo, para
que ese juicio tenga sentido clínico, he tenido que construir varios
conceptos con los que nombrar la realidad: contexto médico, paciente, diagnóstico, diabetes, etc. Nada de eso es natural, sino convencional, o mejor, creado, construido. De hecho, fuera de la consulta, o del acto clínico,
ese juicio no es verdadero ni falso; puede ser un insulto, una llamada
de atención; en todo caso, carece de sentido, o posee cualquier otro
sentido distinto de verdadero/falso. Si digo eso en la calle, puede
pensarse, efectivamente, que estoy insultando, y si lo digo en otra
cultura donde la diabetes no sea catalogada como enfermedad,
sencillamente no se entiende. He tenido que crear ciertos nombres o
conceptos, los señalados, después, ponerlos en relación, y, finalmente,
otorgarles la cualidad de lo verdadero o de lo falso en un determinado
contexto, para que pronunciarlos tenga alguna utilidad. Se podrían poner
otros ejemplos.Pues bien, si esto es así, cabe sacar algunas consecuencias. La primera, que el sentido común no existe más que en el sentido de sentimiento común de una cultura (opiniones, creencias, tradiciones, etc.). Cada cultura tendría unas ciertas opiniones, creencias, tradiciones que toma como de sentido común y que se instauran en las personas como sentimientos innatos. Pero esto quiere decir que el sentido común no dice lo mismo aquí que en otra cultura, ni hoy que hace medio siglo, etc. Por tanto, sentido común no es lo mismo que aprehensión común de la verdad inalterable de las cosas. La segunda, que si se acepta, supongamos, que el sentido común en cuanto sentimiento común, ve efectivamente aspectos de la realidad que no ve la razón, esto plantea inmediatamente otro problema. Porque la cuestión es cómo ve esos aspectos. Es la tercera consecuencia: el sentido común en cuanto sentimiento común ve la realidad de modo polar o polarizada. Ésta es una característica de todo sentimiento.
El sentido común,
en el sentido de sentimiento común, hace referencia a esa serie de
creencias, hábitos, tradiciones, etc., que una cultura suele compartir y
a las que se apela, popularmente —es decir, infundadamente— para
justificar un tipo de opinión o comportamiento.
El sentimiento no ve matices. Las personas, por ejemplo, o nos caen
bien o nos caen mal. Raramente nos son indiferentes, y menos todavía nos
caen matizadamente bien o matizadamente mal. El matiz es siempre labor
esforzada que tiene que hacer la razón en la visión emocional de las
cosas. Tras conocer a una persona por primera vez, pongamos Antonio, el
sentimiento se dispara y se posiciona inmediatamente: “Antonio es
antipático”. Si esto se lo cuentas a un amigo, que también conoce a
Antonio y le parece simpático, quizá este amigo, tras algunos
comentarios, consiga que Antonio te caiga un poco mejor. Si este amigo
te dice, por ejemplo, que es un muy buen profesional, que te suele
ayudar si se lo pides, etc., quizá te empiece a ser menos antipático
porque el sentimiento ha ido cediendo y la razón ha acabado
introduciendo sus propios matices. Así funcionamos, así funciona el
sentido común (o el sentimiento común), que consigue ser oreado por la
razón. Cuan- do esto no es así, se dice que uno ha perdido el sentido
común. Pero en realidad, lo que está diciendo es que el sentido común en
el sentido de sentimiento común ha tenido que ceder a la razón en la
visión matizada de la realidad. Con lo cual, resulta que el sentido
común, al final, es lo menos común de los sentidos, porque implica,
sobre todo, sentido racional, es decir, sabiduría práctica, quizá lo más opuesto al sentido común.¿Son los comités de ética asistencial “tribunales populares hospitalarios”?
Todo esto nos permite ahora sacar a la luz algunas falacias que se ponen en circulación estratégicamente. Cuando se dice que el sentido común acierta tanto como el sentido racional, como el conocimiento de causa, y se intenta fundar esta afirmación, apelando, por ejemplo, a que los tribunales populares, cada vez más frecuentes, tienden a coincidir con el veredicto del juez, se hace pasar una gran confusión por una evidencia. La evidencia es que no pueden no coincidir. Si el sentimiento opera de modo polar, el sentido común tiene ya garantizado el 50% de probabilidades de acertar. Las decisiones que se pueden tomar apelando solamente al sentido común suelen ser decisiones de sí/ no, a favor/en contra —curiosamente, las que se piden en los tribunales populares, o en las urnas—. Lo que conviene saber, para que no todo sea confusión, es que el sentido común no puede ser tomado en cuenta más que en situaciones de escasa complejidad, es decir, de respuesta elemental (culpable/no culpable, etc.). Pero es muy dudoso que sirva para la toma de decisiones complejas, como suelen ser las decisiones clínicas, o todas aquéllas que, no por casualidad, acaban en un Comité de Ética Asistencial. ¿Qué pensaríamos de un paciente que preguntara a su médico si tiene gripe o no, o si es hipertenso o no, etc., en el entendido de que tan sólo puede responder sí/no? Primero, el médico tendría que estudiar los síntomas del paciente. Pero, además, el médico, tras el análisis del paciente, podría darle una respuesta más compleja: “Todavía no es usted hipertenso, pero va camino de serlo; debe cuidar su alimentación, etc.”. Una respuesta sencilla se ha vuelto compleja, o, dicho de otro modo, lo polar se ha convertido en matiz. ¿Dónde está aquí el sentido común? ¿Llamamos sentido común a lo que es estudio del paciente, análisis de los datos, emisión de un juicio clínico, etc.?
En consecuencia, dejarse llevar por el sentido común en la práctica clínica, o en los comités de ética asistencial, es tanto como banalizar la toma de decisiones, convertir un escenario que tiene que ser plural y participativo en otro completamente opuesto, típico de los códigos únicos y plebiscitarios. Aquí, en este segundo escenario, las decisiones de sentido común pasan a formar parte de lo que suele entenderse por decisiones de baja calidad moral; las opiniones las emiten unos y los votos (el sí o el no) los dan otros. Es la judicialización y politización de la ética o la bioética clínica. Evidentemente, este modo de operar empaña el objetivo de los comités de ética asistencial, puesto que están llamados a ser órganos de calidad. Por eso el sentido común tiene un escaso papel en bioética. En bioética un problema moral no puede convertirse casi nunca en un binomio o en un dilema que sea susceptible de resolverse con un sí o con un no. Convertir un problema en un dilema, ése es el gusto del sentido común y facilón, del sentimiento común y popular, y de todos los que lo avalan estratégicamente. En mi opinión, contra el sentido común habría que promover la deliberación común a través de planes continuos de formación.
Frente al sentido común, deliberación común
La pregunta entonces es cómo funciona la deliberación común en ética clínica. Ante todo, la deliberación es un procedimiento completamente opuesto al sentido común, al olfato moral, al ojo clínico, etc. Frente al sentido común, la deliberación requiere tiempo. Las visiones o decisiones de sentido común son instantáneas. El término es el más apropiado. Cuando se dice que el sentido común funciona, lo que se está creyendo es que se ha conseguido una instantánea de la realidad, o de un estado de cosas, con el solo acto de percibirlo. Esto es como si un clínico, tras ver a un paciente, creyera tener ante sí, instantáneamente, lo que padece. Este clínico se creerá dotado de un especial sentido, el llamado ojo clínico, la versión técnico-clínica de lo que popularmente suele llamarse sentido común. Lo cual es absolutamente ajeno a la deliberación. La deliberación requiere tiempo, porque necesita descomponer y clasificar los datos de la realidad. Unos datos serán objeto de percepción, hechos, otros serán objeto de estimación, valores, en fin, otros serán objetos de obligación, deberes. El sentido común es ciego para toda esta realidad tan rica y diversa.
Por eso el sentido común actúa de modo muy similar a como actúa un estimulo según la teoría del arco re- flejo, es decir, de modo circular o polar. En cambio, la deliberación necesita hacerse alguna composición de lugar de la realidad o del estado de cosas que tiene ante sí. La deliberación tiene que llegar a la realidad profunda de las cosas. Mientras el sentido común nos da una única faz de las cosas, la aparente, el proceso deliberativo nos introduce en ese nivel de profundidad en el que las cosas comienzan a desvelar sus relaciones internas, sus conexiones estructurales, sus entramados causales. Ahí es donde se comprende, por ejemplo, qué implicaciones poseen ciertos hechos clínicos, qué hechos clínicos están soportando ciertos valores, o qué valores tiran de nosotros y nos piden su realización en forma de deber, etc.
Todavía es posible
recuperar o iniciar la habilidad deliberativa en los distintos ámbitos
profesionales. Hay profesiones especialmente necesitadas de este
entrenamiento deliberativo. El primero, por orden de ejemplaridad, es el
político. Pero a él le sigue, por volumen y consecuencias sociales, el
clínico.
Ciertamente, nada de este procedimiento deliberativo es natural, o
dicho de otro modo, de sentido común. Por eso en la deliberación hay que
entrenarse. Y éso es el objetivo de cualquier plan de formación. Esta
formación hay que iniciarla desde la infancia, desde la escuela. Como es
obvio, a muchos esto ya les resulta imposible. Pero no todo está
perdido. Todavía es posible recuperar o iniciar la habilidad
deliberativa en los distintos ámbitos profesionales. Hay profesiones
especialmente necesitadas de este entrenamiento deliberativo. El
primero, por orden de ejemplaridad, es el político. Pero a él le sigue,
por volumen y consecuencias sociales, el clínico. Es difícil saber
cuánta deliberación se destila en las consultas clínicas, pero un modo
indirecto de estimarlo es ver lo que sucede en los comités de ética
asistencial. Mi experiencia es que se sigue creyendo mucho más en el
sentido común que en la deliberación común. Por eso, si después de todo
todavía se sigue gustando de los dilemas, diría: sentido común, no;
deliberación común, sí.Una conclusión necesaria
La bioética, que es una disciplina reciente, está siendo difícil de digerir. Como todo lo reciente, tiene algo de vigente, de moda, de costumbre o de hábito fácil de llevar. Pero quizá todo sea apariencia. Al clínico, todo lo que no es hecho clínico le parece de sentido común. Sin embargo, las decisiones que tienen que ver con la vida y la muerte, con la salud y la enfermedad, no recaen únicamente sobre hechos clínicos, sino sobre valores. Los valores son el ingrediente fundamental de la toma de decisiones. Hoy el ser humano se define más por su capacidad de valorar que por su capacidad de procesar información (entiéndase: datos). ¿Valorar qué? Evidentemente, valorar los hechos, los hechos clínicos, los hechos sociales, etc. Los hechos, en sí mismos, no son valores (son meros datos), pero están cargados de valores que hay que aprender a interpretar. Un alimento o un tratamiento, para el que no tiene hambre ni está enfermo, no significan nada. Esto quiere decir que las decisiones humanas no recaen sobre los hechos, sino sobre los valores que soportan esos hechos. De ahí que en este terreno sea imprescindible conocer la lógica axiológica, además de la lógica clínica. Dicho de otro modo, al lado de la medicina basada en pruebas es preciso iniciar una medicina basada en valores.
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