LA MUERTE INTERVENIDA: UNA VISIÓN COMPRENSIVA DESDE LA ACCION SOBRE EL SOPORTE VITAL **
Dr. Carlos R. Gherardi *
La tecnología médica
asistencial en terapia intensiva
Hace ya cincuenta
años la incorporación del soporte
vital -la respuesta tecnológica más antigua e
importante que la terapéutica incluyó en la práctica médica
asistencial- al comienzo en forma esporádica y luego con su instalación
operativa permanente en un área para los
pacientes graves,
inauguró, aun sin saberlo anticipadamente, el escenario donde se produjo
el mayor el impacto que la tecnología médica aportó al progreso de la
medicina en todo este tiempo.
Estas nuevas áreas
de internación, llamadas habitualmente de terapia o cuidado intensivo, se
incorporan como nueva modalidad
asistencial para la atención del paciente
crítico caracterizado por la amenaza real o potencial de muerte pero
primariamente considerados como de evolución reversible y recuperable.1
La característica esencial del soporte vital,
examinado desde la técnica, es su acción
terapéutica y diagnóstica junto con su aplicación continua. Es terapéutica
porque ejerce la acción sustitutiva de la función de un órgano, es diagnóstica
porque su aplicación en el paciente se acopla al registro y monitoreo de sus
funciones y es esencialmente continua, aunque de duración transitoria en el
tiempo, porque se integra en una
modalidad asistencial de tratamiento permanente y vigilancia esencialmente
tecnológica.
La indicación médica
de un soporte vital en terapia intensiva implica
primero una decisión respecto de su uso inicial, luego sobre su mantenimiento y
finalmente la eventualidad segura de su retiro por el cumplimiento de su éxito
o la determinación de su fracaso. Cada uno de estos tres momentos genera en
este equipo de salud una sensación particular y distinta a toda otra
operatividad médica conocida y ocurre en un ámbito creado y preparado
para estas acciones.
El análisis del
soporte vital como una técnica demuestra
que el mismo participa de la misma dinámica
y característica conflictiva que
cualquier otra respecto de la interpretación de su uso como medio o como fin.
El soporte vital se aplica para sustituir una función perdida o insuficiente y
en su acción segura y eficaz tiende a encontrar en sí misma su propia
legitimación y autoperpetuación pudiendo
olvidarse que su carácter de medio no debe permitir su independencia
sobre los fines de su aplicación. Su indicación
puede ser
imperativa porque el órgano que se sustituye es esencial para la vida en ese
momento o puede ser una indicación obligatoria u optativa indicada
programadamente en el transcurso de un tratamiento.
La meta e idea
directriz de la conducción médica
puede perderse fácilmente cuando se está expuesto al
eventual uso de toda la tecnología sustitutiva que en terapia intensiva
representan los soportes vitales. Y en este caso la aplicación de un soporte
vital, no solo está sometida y expuesta a su examen moral, por tratarse de una
acción humana, sino por ser una herramienta que puede sustituir externamente
funciones de órganos que en su conjunto constituyen la vida. En esta ocasión,
al fin inmediato
de la recuperación de la función de un órgano o sistema, también debe
requerírsele luego la razonabilidad de
la continuidad en su aplicación porque en la naturaleza de su uso está la
transitoriedad. En este punto y con este escenario asistencial se inicia lo que
podemos calificar hoy como la época de la
muerte en la era tecnológica de la medicina.1
En 1968, todavía en los comienzos de la instalación generalizada de las salas de terapia intensiva como hoy las concebimos y antes del establecimiento formal de la especialidad médica correspondiente, se propuso una definición de muerte para ciertos pacientes que mostraban evidencias claras de evolución hacia a irreversibilidad. Esta muerte, todavía llamada cerebral o encefálica, fue propuesta por un Comité ad-Hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard dirigido por Henry Beecher -hasta el momento coordinador de un grupo que estudiaba las cuestiones éticas referidas a la experimentación en seres humanos- e integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un historiador y un teólogo, que trabajó urgido por el acelerado desarrollo de la trasplantología que en ese tiempo ya había efectuado trasplantes de riñón, hígado corazón y pulmón.
Luego de un breve
tiempo de análisis el Comité de Harvard emite un informe
en que aconseja una nueva
definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral producido
en ciertos pacientes en coma. El
trabajo original de sólo cuatro páginas, publicada en la Revista de Medicina
Interna que edita la Asociación Médica Americana (JAMA)2, donde se
propuso esta decisión declara dos fundamentos centrales para su justificación:
(i) la carga que los pacientes con coma irreversible significan para el propio
paciente y/o para otros (familia, hospitales, falta de camas para pacientes
recuperables) y (ii) la controversia existente sobre el momento en que era
razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes.
No se trató de estudiar e indagar la vinculación entre el soporte vital y la muerte sino de declarar directamente como muertos a aquellos pacientes con determinadas características en su cuadro clínico neurológico.2 Este hecho debe ser calificado como trascendental en sí mismo por su significado y por la marcación de un rumbo que promovió consecuencias no resueltas en el debate instalado en las décadas posteriores sobre los límites en el tratamiento en el paciente grave. La decisión propuesta plantea las siguientes reflexiones que surgen del mismo texto del informe.
La muerte como un diagnóstico La aparición de la muerte como un diagnóstico, solo posible para expertos, constituye una novedad absoluta y es el resultado, como todos los diagnósticos en medicina, de un acuerdo convencional que se define por la presencia de un conjunto de signos y/o síntomas en un paciente. Esta primer muerte tecnológica, así convenida, se instala en el final de la vida por oposición a la muerte natural que era la única existente durante toda la historia de la vida del hombre.3
La oportunidad de decidir la muerte por circunstancias
ajenas al paciente. Esta pareciera ser la primer
reflexión de orden moral que sugiere el informe Harvard cuando se expresa que la
urgente necesidad de diagnosticar la muerte proviene de factores ajenos al
paciente mismo y vinculadas exclusivamente a terceros: la carga asistencial y
familiar y la necesidad de normatizar
la ablación de órganos para transplante. La referencia del informe a la carga
sobre el paciente no se comprende en términos de dolor o sufrimiento porque se
trata de pacientes con pérdida absoluta de su conciencia (coma).
El vínculo entre la
tecnología y la muerte La
visualización clínica de la irreversibilidad del cuadro de coma y ciertas
características del cuadro neurológico y
su muerte próxima, aun con la aplicación de toda la tecnología, legitimaba el
retiro del soporte vital para precipitarla o mejor permitirla, aunque para ello
hubiera que acordar que la muerte ocurría antes de la suspensión de la
respiración mecánica y no después.
El momento de la
muerte. Se
estableció que era necesario por razones legales de protección al médico
disponer de una norma jurídica que
legitimara legalmente la existencia de la muerte para permitir el retiro del
respirador. También se acude expresamente a una referencia religiosa del Papa
Pio XII, la única cita bibliográfica del trabajo, en la que habló
de medios extraordinarios y
de la verificación de la muerte en relación a su uso
pero no precisamente de una nueva definición de la misma, ajena al
manejo soporte vital.
El cambio del órgano
que representa la vida.
Esta definición de muerte cambió
el concepto y el criterio sustentado hasta entonces sobre la misma que se basaba
en la completa interrupción del flujo sanguíneo (paro cardíaco o asistolia) y
la cesación consecuente de las funciones vitales (respiración, ruidos cardíacos,
pulso. etc.). A partir de este momento el corazón ya no podía ser considerado
el órgano central de la vida y la muerte como sinónimo de ausencia de latido
cardíaco. La presencia de un coma irreversible impulsó a elegir
el cerebro como el órgano cuyo daño debía definir el final de la vida.3,4
Estas reflexiones
marcan al informe Harvard como un hito en la historia de los conflictos que
surgen en esta era tecnológica de la medicina asistencial y cuyo escenario
fundamental fue la sala de terapia intensiva, que con la instalación de sus
soportes vitales, permitió la
existencia de estos pacientes. En la propuesta de la muerte encefálica
ya están contenidos todos los componentes de las aporías, problemas y
eufemismos que aparecen desde entonces cuando se examina el vínculo de la
muerte con el soporte vital.
El
límite en la terapéutica y la irreversibilidad.
En las
décadas siguientes aparecen cuadros clínicos intermedios como los estados
vegetativos y nuevas situaciones clínicas
complejas, emergentes del acelerado desarrollo del cuidado intensivo del
paciente grave, en quienes la evolución hacia la irreversibilidad plantea también
la necesidad de establecer un límite a la continuidad del soporte vital. La
cuidadosa observación de estos hechos permite encontrar, entre el estado de
coma irreversible que se define como muerte encefálica en 1968 aconsejando el
retiro de la respiración mecánica en estos pacientes -ahora considerados
muertos- y la aceptación progresiva en las dos décadas siguientes (en los años
80 y 90) de disponer la abstención y/o el retiro del soporte vital en pacientes
con evolución irreversible para permitir su muerte, un punto común a ambas
situaciones: existen casos de pacientes críticos
en los que se visualiza la necesidad de establecer límites en la asistencia médica.3,4,5
En las tres
situaciones que hemos referido según su aparición histórica, muerte encefálica,
estados vegetativos y pacientes críticos irreversibles está presente de modo
sustantivo lo que en términos de asistencia médica implica el no-
tratamiento y que, tratándose de la interrupción o no aplicación de un método
de soporte vital, establece un vínculo con la determinación de la muerte. Lo
novedoso en medicina en esta circunstancia no es la existencia
de limitaciones en las propuestas terapéuticas, que siempre fueron
habituales en la práctica médica, sino su relación directa con la muerte que
por sí mismo implica. Un segundo
hecho es común a las tres situaciones es la clara irreversibilidad
clínica en la evolución de todos los cuadros.
Sin embargo los
objetivos primarios al interponer este límite no fueron exactamente los mismos
en cada una de las situaciones. En el caso de la muerte encefálica el propósito
inicial fue la normatización de las condiciones del dador para la ablación de
los órganos para el trasplante -que ya se efectuaban desde hacía varios años-
y para ello se propuso, desde la medicina, declarar previamente como muertos a
los pacientes según un criterio neurológico. Trece años después de Harvard,
y cuando ya era vigente en la mayoría de los estados de Estado Unidos y en
muchos países la propuesta en todo ese tiempo
se elaboró una muy buena fundamentación bioética sobre los criterios
muerte. En los otros dos
grupos -estados vegetativos y pacientes irrecuperables- el límite se propone
directamente para permitir morir.
Pero, finalmente,
el límite propuesto en cada grupo conduce inexorablemente a la detención
circulatoria (asistolia) que constituye el sustrato real y cierto de la
tradicional muerte cardiorrespiratoria. En los pacientes no considerados
legalmente muertos todas las acciones en el sentido de la abstención o el
retiro del soporte vital que corresponda su
uso para permitir la muerte cardiaca tradicional define el comienzo la “muerte
intervenida” en el paciente grave y fundamentalmente crítico.5
Esta participación activa en la determinación de la muerte que debe decidir el
médico, como consecuencia de una acción médica y con el conocimiento y
acuerdo explícito de la familia o representante del paciente, expresa el núcleo
vincular central que se plantea en la medicina por primera vez y en virtud de la
existencia del soporte vital como técnica aplicada a la asistencia cotidiana en
estos pacientes.5
Después de todo
este largo tiempo ha sido suficientemente probado que la concepción
primariamente utilitarista que guió el informe Harvard fue acertada: se redujo
la carga asistencial del número de pacientes que con ‘coma irreversible’ y con segura muerte
próxima, permanecían internados y respirados mecánicamente en terapia
intensiva, también se justificó
la moralidad de la procuración de los órganos para transplante. Y sin embargo,
no obstante los casi cuarenta años
que han transcurrido desde la propuesta de Harvard, no se ha logrado la
identificación de la muerte encefálica con la muerte misma (y por ello esta
muerte no ha abandonado su adjetivación de encefálica) a pesar de la
generalizada aplicación de su normativa en la mayoría de los países del
hemisferio occidental y también en muchos otros del resto del mundo.
Esta disociación ideopragmática merece ser explorada a la luz de nuevos
acontecimientos ocurridos en las décadas posteriores que, con relación al
tratamiento del paciente crítico y al manejo del soporte vital, han generado
argumentos, planteados desde la técnica terapéutica sustitutiva y vital, que
enriquecen la reflexión para una mejor comprensión de este complejo problema.
El tema central
presente en todas las circunstancias es que en estos casos la muerte resulta
ligada a las decisiones (acciones u omisiones) que se toman en el ámbito
asistencial sobre el soporte vital. Estas
decisiones constituyen por sí mismas ese límite y marca el comienzo de toda una época de ‘muerte intervenida’ por
oposición a la muerte natural hoy casi desconocida y olvidada por inexistente.
Es en virtud de ello que dentro la expresión ‘muerte intervenida’,
utilizada primariamente para describir las acciones de abstención y retiro
habituales en terapia intensiva, se debería incluir también a la muerte encefálica,
dentro de la que resulta el hito
histórico fundamental.6
También
desde la medicina crítica se debaten hoy las decisiones médicas que se toman
en el fin de la vida en relación con los límites impuestos en el soporte vital
en la muerte cerebral, los estados vegetativos y las situaciones irrecuperables.
Las situaciones intermedias que se viven permanentemente en la clínica
requieren un debate abierto que incluya los diferentes contenidos culturales de
cada sociedad y ayude a redefinir la muerte como concepto que va mas allá de la
función cerebral y del paro cardiocirculatorio 4.
Es interesante
observar que en los principales estudios prospectivos y retrospectivos que se
han publicado en la última décadas sobre la frecuencia de abstención o
suspensión de métodos de soporte vital y su relación con la determinación de
la muerte, se incluye también la interrupción de la asistencia respiratoria
mecánica en los casos de muerte encefálica lo que en algún sentido homologa,
desde la medicina operativa, ambas situaciones desde el punto de vista de la práctica
médica. Es posible interpretar que así como la muerte cerebral fue la
respuesta correcta a la situación histórica de la medicina de la década de
1960, correspondería examinar ahora cuál es su sentido en relación con la de
este tiempo, más de treinta y cinco años
después, en que la muerte en el paciente crítico es dependiente de un
no-tratamiento que hoy tiende a llamarse ‘límite de esfuerzo terapéutico. 1,4
En el
concepto de muerte intervenida la
consideración conjunta de todos estos pacientes resulta explicable cuando se
examina la toma de decisión desde una visión pragmática y médico-asistencial
que implica no tratar o dejar de tratar para poner un límite en el tratamiento.
Puede parecer riesgoso y aventurado incluir a la muerte cerebral en todo
este grupo de pacientes pero en la cuidadosa lectura del informe Harvard se
encuentra explícitamente la búsqueda valiente y práctica de ese límite
(suspensión de la respiración mecánica) por parte de los miembros del Comité.
En los años posteriores todo el debate se centró en la nueva definición
de la muerte con todas sus complejas argumentaciones científicas, filosóficas
y morales, no debiendo olvidarse sin embargo que el establecimiento de un límite
en el soporte vital permite visualizar a la muerte encefálica como el primer
eslabón del proceso de lo que hoy proponemos llamar muerte
intervenida.6
Siguiendo un
examen minucioso respecto de la calidad de los pacientes
(coma irreversible) que tuvo que afrontar el informe Harvard, de la necesidad
de la época (obtención de órganos
para trasplante y la carga asistencial) y del límite
propuesto (interrupción de la
respiración mecánica) que se impuso en esos casos, ahora podríamos concluir
que los nuevos pacientes son los estadíos
neurológicos intermedios que no cumplen los requisitos de muerte cerebral
(estado vegetativo permanente, anencefalias, pacientes irrecuperables), la nueva
necesidad es la lucha por la muerte digna y el reconocimiento pleno del
ejercicio del principio de autonomía, sin descartar la obtención de nuevos
dadores (por ejemplo en los casos de anencefalia y algún caso de estado
vegetativo) y los nuevos límites son
no sólo el retiro de la respiración mecánica sino también de cualquier otro
soporte vital y hasta de la alimentación y la hidratación enteral y
parenteral.4,6
Como los
problemas, las dudas y hasta los conflictos subsisten en estos tres grupos de
pacientes en quienes se opera el soporte vital conviene recordarlos, siquiera
muy sumariamente en los aspectos en que están involucrados el presente, el
pasado y el futuro.
Muerte encefálica
Después
de Bernat7 y el informe de la Comisión Presidencial (1981)8
se aceptó primariamente que la muerte encefálica
expresa, a través del daño neurológico irreversible de la corteza y
del tronco cerebral, la pérdida de
la función cerebral completa (whole brain criterion) en tanto significa la
cesación de la función integradora del organismo como un todo. No obstante
actualmente permanecen vigentes las objeciones a este concepto más allá de los
cuestionamientos de orden estrictamente biológico, como la persistencia de la
regulación endocrinohormonal 9 homeostática entre otros. Quizá la
referencia mas seria es la publicación de Shewmon10 sobre 175 casos
con diagnóstico cierto de muerte cerebral que sobrevivieron más de una semana,
17 sobrevivieron más de dos meses, 7 más de seis y 4 más de un año
invalida la presunción habida desde el informe Harvard respecto de la
inminente o próxima asistolia de estos casos y dificulta mantener
la creencia de la pérdida del funcionamiento del organismo como un todo
por la carencia de los subsistemas integrados del mismo. Pareciera entonces que
sólo un número muy crítico de neuronas cesan su actividad y
esta realidad, enfrentada con el criterio de pérdida completa de la
función cerebral, no podría responder la pregunta crucial que se ha efectuado
Youngner 11: qué cualidad tan
esencial y significativa tiene este número crítico de elementos de una entidad
que su pérdida constituye la muerte de toda la entidad?
Aun más,
cuando hablamos de vida, y de su significado, más allá de los números biológicos,
y de la vitalidad de ciertos órganos posteriores a la muerte (pelos, uñas) o
de fluidos corporales (esperma), son
varias las mujeres embarazadas con muerte encefálica que con soporte vital aplicado durante meses han posibilitado
el nacimiento de un niño. En una reciente revisión 12 de 11 casos
se obtuvieron nacimientos de niños normales en madres encefálicamente muertas
en períodos de gestación desde 15 semanas y en dos casos fue necesario hasta más
de 100 días de aplicación de
soporte vital.
Ambas
situaciones de “sobrevidas circulatorias” muy prolongadas, en relación a lo
descripto en el informe Harvard, se explican porque
la tecnología de la terapia intensiva de hoy, casi cuarenta años después,
explica verosímilmente el mantenimiento prolongado de estas funciones vitales
aunque nadie debería corroborarlo con un trabajo especial. También se han
modificado los tests de confimación
de muerte que son distintos en muchos países
y hasta en los propios Estados de Estados Unidos, los tiempos horarios
desde el primer hallazgo y el requerimiento de los mismos para su validación.
Cuanto mayor tecnología instrumental13
existe mayor confirmación se tiene sobre la inexistente de una clara división
entre la vida y muerte, aun encefálica.
Estados vegetativos
Los estados
vegetativos han sido el paradigma de las situaciones clínicas que han llevado a
desarrollar con mucho énfasis el criterio de muerte neocortical (high brain criterion) en los que la lesión neurológica
irreversible se asienta en los centros superiores existentes en la corteza
cerebral aunque con indemnidad del tronco cerebral lo que preserva
las funciones respiratoria y circulatoria.3,4,6
Los argumentos que defienden este criterio ponen todo el énfasis en que
la pérdida absoluta de las funciones cognoscitivas superiores (conciencia,
comunicación, afectividad, etc) definiría más absolutamente la
naturaleza y condición humanas que la falla neurológica que regula la
homeostasis de las funciones vegetativas. Este criterio cerebral superior (high
brain criterion) abandona completamente el sentido puramente biológico de
la vida y prioriza en cambio los aspectos vinculados a la existencia de la
conciencia, afectividad y comunicación como expresión de la identidad de la
persona.3,6 Siguiendo esta línea de pensamiento la teoría de
la identidad personal de Wikler apunta a defender esta muerte neocortical
considerando asimismo como razones espurias a la justificación biológica,
pretendidamente inobjetable, de la muerte cerebral. Esta teoría argumenta que
cuando queda abolida totalmente la conciencia como en el EVP la persona
desaparece, quedando en cambio ‘vivo’ el cuerpo
biológico que la albergó.14
El
estado vegetativo implica la existencia del despertar pero con inexistencia de
la percepción de sí mismo y de su entorno.
En el caso particular del estado vegetativo el calificativo de persistente
corresponde después de un mes de transcurrido el evento cerebral agudo traumático
o no traumático pero no implica irreversibilidad.
En cambio el calificativo de permanente
a este estado vegetativo (EVP) denota irreversibilidad tres meses después de
una injuria no traumática y doce meses después de una injuria traumática.6,15
El estado con conciencia mínima remplazó recientemente al término estado de mínima
respuesta. A pesar de que estos pacientes no son capaces de comunicarse o seguir
instrucciones, revelan actitudes que evidencian reconocimiento de sí mismos y
de su entorno. Este estado, que puede mejorar o quedar en estado vegetativo,
tiene una neuropatología que se desconoce y debe diferenciarse del EVP.
El mutismo akinético, aunque muy raro, es una subcategoría del estado
anterior y el síndrome de enclaustramiento (locked
in), que evoluciona con cuadriplejía y anartria, también debe
diferenciarse del estado vegetativo porque tienen una relativa preservación de
la cognición.15
En estos estado
vegetativos aparecidos desde las décadas del setenta y del ochenta, aún cuando
la muerte encefálica era aceptada en forma
generalizada en varios Estados de los Estados Unidos, en ese mismo país
no era posible acceder a la solicitud de interrupción de la asistencia
respiratoria mecánica efectuada por los padres de una paciente en estado
vegetativo (es el caso de Karen Quinlan, en 1976).4,6 Sin embargo y
casi simultáneamente comenzaba el debate social, médico y jurídico sobre la
aplicación o suspensión de los métodos de soporte vital hasta que finalmente
en la década del noventa ya se avanzó sobre el retiro de los métodos de
soporte vital en el EVP, cuyos casos paradigmáticos en el mundo han sido la
suspensión de la hidratación y nutrición de Nancy Cruzan en 1990 en los
Estados Unidos y de Antony Bland en 1994 en Gran Bretaña.4,6 Sin
embargo el trágico caso y cercano caso de Terri
Schiavo 16, exactamente igual a los precedentemente citados,
demuestra la intención de reabrir el debate, en este caso desde las más altas
esferas políticas de la nación más poderosa del mundo, hasta convocando en 24
horas a una sesión extraordinaria al Congreso de Estados Unidos, intento que
afortunadamente fueron desoídos por el Poder Judicial del mismo país.
No se trata de la
obligatoriedad de la suspensión de la hidratación y la nutrición en todo caso
de EVP pero sí de atender la solicitad de alguna directiva anticipada o expresión
previa del paciente y a la decisión del familiar o representante que acredite
con su conducta en esta dolorosa circunstancia cualidades morales suficientes
para la toma de decisión. Tampoco debe usarse más el erróneo y efectista
argumento de la muerte por hambre
y sed en estos pacientes porque lamentablemente carecen de la posibilidad a
acceder a esta percepción subjetiva. En nuestro país en el año 2005 la Corte
Suprema de la Provincia de Buenos Aires17 no accedió a la solicitud
de interrupción de la alimentación e hidratación de un EVP de 7 años de
evolución con una muy pobre y sesgada argumentación
y no atendiendo a ninguno de los fundamentos que se señalaron precedentemente.18
También ahora se
insiste en la propuesta alternativa
de posibilitar de obtener órganos transplante en los estados vegetativos,
cuando estén dadas ciertas condiciones que no violen un orden moral, (y alguno
ya se ha publicado también con donante vivo y muerte inminente con destino a un
familiar19), circunstancia
que tiende un puente de unión en los objetivos de los primeros dos grupos que
analizamos (muerte encefálica y estados vegetativos).
Estados críticos irreversibles e irrecuperables
El paciente crítico,
ya internado en terapia intensiva, donde se
le ofrece la red de seguridad que asegura el mantenimiento vital en su mayor
expresión, puede haber superado la inminente amenaza de muerte, y también
haber perdido el evento su característica de transitoriedad, pero la condición
de potencial reversibilidad debe mantenerse para no caer en el riesgo del
encarnizamiento u obstinación terapéutica.20 Y
cuando ocurre este punto de irreversibilidad,
las acciones médicas sobre el soporte vital, en el sentido de su
abstención o retiro, marcan una
relación directa con el advenimiento de la muerte
constituyendo el sustrato mismo de la muerte intervenida 6,21 La
gran diferencia entre este grupo y
los otros dos es que obligatoriamente no se trata de
pacientes con pérdida de conciencia (contenido y capacidad en la expresión
de Calixto Machado). Su gran mayoría tienen sin embargo
severos trastornos cognitivos
que se acentúa frecuentemente por la aplicación de drogas indispensables para
su ventilación mecánica, control de la excitación o alivio del dolor o
sufrimiento, que imposibilitan su comunicación o la tornan desaconsejable
(privilegio terapéutico). Sin embargo la evolución irreversible y la
eventualidad necesaria en el establecimiento de un límite en la terapéutica,
constituyen el punto de unión que se gesta cuando el análisis que se efectúa
toma en cuenta la existencia común de un soporte vital aplicado en todos los
casos.
Los
cuadros clínicos que se incluyen en este grupo no son los estados vegetativos,
algunos de los cuales cumplen los criterios diagnósticos de EVP, sino un
conjunto de situaciones que pueden ser agrupados en la siguientes categorías:
(i) cuando no existan evidencias de haber obtenido la efectividad buscada
(ausencia de respuesta en la sustitución del órgano o la función); (ii)
cuando el sufrimiento sea inevitable y desproporcionado al beneficio médico
esperado; (iii) cuando se conozca fehacientemente el pensamiento del paciente
sobre la eventualidad de una circunstancia como la actual, en el caso de una
enfermedad crónica preexistente (informe personal, del médico de cabecera si
existiere o del familiar); y (iv) cuando la presencia de irreversibilidad
manifiesta del cuadro clínico, por la sucesiva claudicación de órganos
vitales (disfunción orgánica múltiple), induzca a estimar que la utilización
de más y mayores procedimientos no atenderán a los mejores intereses del
paciente.22
En
el campo de la medicina crítica las indicaciones de tratamiento o su
contraindicación proceden siempre de la iniciativa médica que, aunque contando
con todo el respaldo técnico y profesional, constituyen decisiones que no son
siempre absolutas ni indiscutibles desde el punto de vista estrictamente científico.
La opinabilidad de muchas de ellas es frecuente y más aún cuando se trata de
evaluar la razonabilidad de la aplicación de métodos invasivos de sostén
vital y que, en los límites de la atención médica, significan no aplicar un
procedimiento o su retiro, si éste ya ha sido comenzado. La presunta
equivalencia moral de ambas acciones (no actuar o dejar de actuar)
no es percibida claramente en
nuestro medio por el 70.42% de los miembros del equipo de salud de las unidades
de terapia intensiva 23
y tampoco por el 59,14% de médicos
que no actúan en estas unidades.24
A pesar de la
existencia real de estas decisiones en las áreas cuidado crítico y de la
generalizada comunicación de encuestas25, las publicaciones con
datos numéricos de la relación entre la abstención y el retiro de soporte
vital con la muerte de los pacientes en estas unidades, comenzaron a
aparecer en Estados Unidos fines de los noventa y en países europeos en los
primero años de este siglo veintiuno. El rechazo de un tratamiento, aun siendo
el aconsejable médicamente y aunque tuviere a la muerte como resultado, debe
ser respetado como tributo a la autonomía absoluta del paciente
20.22. Cuando exista una directiva anticipada (living
will o testamento vital), verbal o escrito, debe seguirse fielmente
cualesquiera sea la opinión de equipo médico 22.
Los criterios bioéticos
respecto del juicio sustituto y los mejores intereses son bien conocidos
y no nos vamos a referir particularmente a ellos. No obstante su ayuda en la
elaboración de cada situación, sigue siempre vigente el planteo y la
disyuntiva sobre quién toma realmente la decisión. Se deberá contar en cada
caso con el necesario consenso de la familia, que para el médico es quien cuida
al paciente, y si existe desacuerdo con el equipo médico la consulta con un comité de
ética puede ayudar a resolver el conflicto 22. Llevar el problema a
los estrados judiciales, que podrá justificarse como excepción, será siempre desaconsejable en general porque la
judicialización marca un futuro no deseado para el logro de la metas en
medicina. Recientemente, el Director de un Hospital de una provincia argentina,
pidió inexplicablemente permiso judicial, con el consentimiento de los médicos,
para no enviar a terapia intensiva a niño portador desde hace años de una
enfermedad incurable y atendido en su fase terminal en su domicilio por Cuidados
paliativos y para quien sus padres no sólo lo habían autorizado la no derivación
en la Historia Clínica (el vínculo moral entre el médico y paciente
parece ahora inválido sin lenguaje escrito, escritura pública, registro de
directivas o tutela judicial), sino que habían manifestado reiteradamente
el deseo expreso una muerte en paz para su hijo.26 El fallo
fue naturalmente favorable aunque innecesario, y ciertamente peligroso porque, si como en este caso -no hay conflicto médico
ni moral con los profesionales ni con la familia- admitir este grado de medicina
defensiva reduce al paciente a un expediente, somete a la familia a una crueldad
burocrática y su generalización iniciaría el camino del fin de la medicina.27
Los porcentajes
abstención y retiro del soporte vital que
se registran actualmente en la literatura corresponden a los trabajos
citados de EEUU (Prendergast)28 con un 70 % de limitación terapéutica,
que por ser un multicéntrico muy
extendido muestra gran dispersión en sus resultados, y el de Canada (Keenan)29
que revela un 71 % de limitación
sobre un grupo homogéno de pacientes. Precisamente en estos países fueron
reportados los primeros informes
sobre el aumento en los porcentajes de abstención y retiro del soporte
vital en Terapia Intensiva registrados entre
fines de la década del 80 y comienzo de la del noventa.30,31 También el Ethicus Study32, efectuado sobre una
población correspondiente a 17 países europeos el porcentaje de limitación
también fue muy alto y estuvo en un orden del 73% de los fallecidos. En los
trabajos que comunican la experiencia de las terapias intensivas de
Francia33 y España34 53 y 34% de limitaciones de
tratamiento respectivamente. En nuestro país se ha publicado recientemente el
primer trabajo35 que registra la literatura en Latinoamérica con un porcentaje de 45.6% de limitación
terapéutica sobre un total de 542 muertos en terapia intensiva, que
corresponden al 9 % de los enfermos ingresados en el servicio en el período
estudiado (2640 pacientes en 32 meses).35
La constatación
obtenida en los porcentajes de limitación en la experiencia argentina
comprende a la abstención en el 32,6 %
y al retiro de soporte vital el 8,2%. La primer diferencia importante que
se encuentra con todos los resultados es
que la abstención supera holgadamente
al retiro contrariamente a los registros publicados por Estados Unidos, Canadá,
España, Francia y el Ehicus Study.. En la experiencia argentina35 la incidencia de 8.2 % de
retiro de soporte vital es
muy inferior al 23 % de España34, al 38 % de EEUU28 y el
Study Group32 y al 61 % de Canada29. En la experiencia
francesa33 no es posible un cálculo de retiro exclusivo por que se
lo considera aisladamente y también combinadamente con la abstención previa
oscilaría en una cifra cercana al 30 % de los fallecidos. En todos los casos
los actos médicos involucrados en
la limitación fueros principalmente no aplicar o suspender tratamientos que
impliquen asistencia farmacológica (por ejemplo sostén hemodinámico) y luego
el reemplazo de funciones vitales sustitutivas (asistencia respiratoria mecánica,
hemodiálisis, etc).
La reducida
incidencia de retiro del soporte vital en nuestra experiencia argentina, aun con
un importante porcentaje de limitación terapéutica, debe estar relacionada con
la ya mencionada diferente percepción moral, que fue ya explorada en las
encuestas citadas, entre
no aplicar un procedimiento terapéutico o su retiro, si éste ya ha sido
comenzado. Se deberá indagar
seriamente sobre esta distinta apreciación porque, si la indicación de un
soporte vital ante una situación no claramente
reversible no es acompañada por la eventual decisión de retirarlo ante
su inefectividad, su mantenimiento podría conducir al encarnizamiento terapéutico20
o en su defecto a la privación de cierta posibilidad de recuperación de algún
paciente si la abstención se considerara moralmente más aceptable.6
Conclusiones
La
legitimación bioética a través del concepto muerte encefálica
por la aplicación del criterio de pérdida de función cerebral completa
(whole brain criterion) no ha bastado
para cerrar y comprender el problema de la muerte en esta era tecnológica de la
medicina asistencial. Si bien desde el comienzo
de esta nueva etapa resultó claro que el tema en cuestión no era simplemente
un problema médico y biológico sino que afectaba a toda la sociedad, todavía
está pendiente la necesidad de una profunda indagación filosófica, ética,
legal y social, a través de un debate abierto y plural.3,4,6 Pero
aun así la muerte es una construcción cultural
y humana y estará siempre abierta a convenciones ulteriores. No hay muerte
natural. Como lo ha dicho claramente Diego
Gracia 36: “Es el
hombre el que dice qué es la vida y qué es la muerte. Y puede ir cambiando su
definición de estos términos con el transcurso del tiempo.
Lo único que puede exigírsenos es que demos razones de las opciones que
aceptemos, que actuemos con suma prudencia. Los criterios de muerte pueden,
deben y tienen que ser racionales y prudentes, pero no pueden a aspirar nunca a
ser ciertos”
Para sostener la
apertura de este debate hacia las situaciones que hoy son habituales en medicina
crítica es necesario partir del reconocimiento histórico del diagnóstico de
muerte encefálica como una convención derivada de la observación clínica, de
su frágil y discutible argumentación biológica, de la prolongación
impensable de algunos cuadros y de la controversia vigente en la discusión bioética
y finalmente si todo el debate no queda envuelto únicamente en la compleja
metafísica de la muerte. Si ahora
se observa todo este proceso como un continuo, gracias a los hechos operados en
estos últimos treinta años, resultará más difícil aceptar llanamente que la
muerte (la muerte encefálica) existe antes del establecimiento del límite, o
si finalmente puede debatirse si la muerte (¿la única?) ocurre en realidad después de establecido el límite. Y los hechos transcurrieron así
cuando el problema fue presentado como un descubrimiento científico y no como
una opción ética.6
Los
estados vegetativos por su parte son
el paradigma de los estado clínicos generados por el progreso médico, a partir
del establecimiento de encefalopatías generadas por resucitaciones
cardiorrespiratorias que impidieron la adecuada provisión de oxígeno dañándolo
irreversiblemente y de procesos neurológicos crónicos, generalmente
demenciales, que han aumentado su frecuencia y su tiempo de evolución por la
prolongación en la expectativa de vida y también por el tratamiento exitoso de
las comorbilidades. El EVP
puede tener muchos años (decenas) de evolución hasta que alguna
complicación propia del estado vegetativo o la asociación de otra patología
lo conduzca a la muerte. Esta situación comenzó a plantear dos circunstancias
posibles y hasta la probable ambigüedad moral de las mismas: la decisión de no
tratar alguna de las complicaciones (por ejemplo una infección respiratoria) u
otra patología que se asocie (cáncer, abdomen agudo), o directamente suspender
la alimentación y la hidratación enteral o parenteral, lo que provoca la
muerte por paro cardiocirculatorio en un lapso de 15 o 20 días.6
El análisis ético
de los actos médicos
consistentes en una omisión en los pacientes con evolución irreversible
significa en términos de pacientes críticos no aplicar o suspender
tratamientos que impliquen asistencia farmacológica (por ejemplo sostén
hemodinámico) o reemplazo de funciones vitales (asistencia respiratoria mecánica).
El análisis de la intencionalidad de la omisión respecto de provocar la muerte
del paciente es complejo y más aún en pacientes internados en terapia
intensiva. Como siempre es posible el reemplazo de una función vital, y hasta
en la reanimación en el paciente moribundo, su no aplicación o utilización
puede verse como una omisión. Cuando la muerte es la alternativa posible que
define por sí mismo al paciente crítico el marco del permitir
morir es el que adecuadamente expresa la realidad en estos casos y más aun
los que dentro de ellos pueden expresar la fase terminal de su enfermedad6,20.
Las estadísticas que se han señalado muy
sumariamente han tenido por objeto explicitar numéricamente lo que verdadera
ocurre en terapia intensiva y cual es la participación real del manejo del
soporte vital en la determinación de las muertes allí ocurridas.
El análisis de
la intencionalidad de la omisión respecto del acto de provocación de la muerte
del paciente es complejo y más aún en pacientes internados en terapia
intensiva. Como siempre es posible el reemplazo de una función vital, y hasta
la reanimación en el paciente moribundo, su no aplicación o utilización puede
verse como una omisión. Cuando la muerte es la alternativa posible que define
por sí mismo al paciente crítico el marco del permitir
morir es el que adecuadamente expresa la realidad en estos casos y más aun
los que dentro de ellos pueden dentro de la fase terminal de su enfermedad. En
el paciente crítico, en el que la amenaza de muerte está siempre presente, la
expresión dejar morir (letting die), de uso habitual en la discusión filosófica
sobre eutanasia, comparada con el matar (killing), encierra en si misma un
planteo conceptual erróneo vinculado a la omnipotencia de pensar y creer que la
muerte la evitamos o decidimos nosotros hasta en el momento final porque ahora
es posible sustituir “in extremis” las funciones cardíaca y respiratoria
(cuya detención es el sustrato de la muerte) con maniobras de resucitación aun
cuando este final sea el resultado esperable de la enfermedad subyacente. La
expresión dejar morir evoca el abandono (dejar: abandonar) y sugiere la
posibilidad de poder siempre evitar la muerte (dejar morir pudiendo
evitarlo) y omite el conocimiento del concepto de futilidad.3,.6,.20,37
El severo dilema
ético que genera la toma de decisión en las circunstancias que analizamos es
un tema que le concierne a toda la sociedad a quien se le debe confiar todos los
elementos para el conocimiento de la verdad y requerir su activa participación
en la toma de decisión. Conocer la verdad significa transmitir claramente el
concepto de la participación actual del acto médico, por acción u omisión,
en la llegada de la muerte. Algunas veces
las decisiones son estrictamente médicas (futilidad fisiológica) pero otras
(la mayoría) deben ser por la decisión del paciente actual o previa
(directivas anticipadas) o por el logro de consenso con los familiares o su
representante37
Quizá la
circunstancia más grave que actualmente ocurre es que este debate, que incluye
separadamente la consideración de la muerte encefálica y la importancia de la
abstención y retiro del soporte vital en la determinación de la muerte, no sea
suficientemente explicado y conocido por nuestra sociedad que es a quien le
compete absoluta y exclusivamente. Es
posible que el reconocimiento de esta muerte
intervenida, planteada con la amplitud que aquí se propone, contribuya a
este complejo y difícil esclarecimiento y que todos los avances y situaciones
que el progreso tecnocientífico genera en el manejo clínico del soporte vital
facilite la apertura de un debate sin duda más difícil que hace treinta años.
En nuestro
criterio sólo el conocimiento pleno de esta situación por parte de la sociedad
permitirá generar el cambio cultural que implica el concepto de muerte
intervenida. La restricción de
estos hechos al grupo de trabajadores de la salud implicaría no decir la verdad
traicionando todo el andamiaje moral de la conducta médica en el fin de la
vida. Ni se puede dejar en manos
del médico toda la decisión ni los pacientes y su familia pueden ignorar esta
situación en que nos ha puesto ‘el progreso’ cuyos beneficios
en la medicina de alta complejidad tienen el costo moral de que toda la
sociedad comprenda y participe de la responsabilidad que significa intervenir
ahora con nuestras acciones y decisiones en la vida y la muerte de las personas.5,6
La
abstención y el retiro del soporte vital constituye el escalón más importante
que se debe transitar para el logro de una muerte con dignidad, requerimiento
surgido frente al uso indiscriminado de acciones superfluas y perjudiciales para
el paciente terminal. Pero en el otro extremo de esta lucha por el ‘derecho a
morir’ la ausencia de una profunda reflexión puede transformarse en la
‘obligación de morir’ si esta responsabilidad no se enfrenta con
racionalidad y conocimiento pleno por todos los actores sociales involucrados,
dentro los cuales los médicos son tan sólo uno 3,4,6,.20.
.
Cuidar al
paciente en la búsqueda de una muerte digna, cuando ya no es posible la
recuperación, significa no hacer algunas cosas, dejar de hacer otras y en
cambio emprender muchas que permitan enriquecer la comunicación con la familia, aliviar el dolor y el sufrimiento, y favorecer la intervención
de todo el equipo de salud.
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