domingo, 31 de octubre de 2010

LOS VALORES PERSONALES EN LA PRÀCTICA MÉDICA

Este trabajo forma parte del proyecto de investigación FFI-2008-03599: “Filosofía de las tecnociencias sociales y humanas” y de las actividades de la Cátedra Pfizer -UAM de Teoría de la Medicina.

FUENTE: Jano.es
AUTORES: José Lázaro y Juan C. Hernández-Clemente

Unidad Docente de Humanidades Médicas, Facultad de Medicina, Universidad Autónoma de Madrid.


Suele decirse que en la medicina se entrelazan hechos objetivos y valores personales. El análisis de los conceptos de hechos y valores (y de las relaciones entre ellos) ha dado lugar a toda una rama de la filosofía, apasionante para los interesados en el pensamiento abstracto. Pero la práctica médica de todos los días supone necesariamente el manejo constante de un complejo entramado de muchos valores de distintos tipos. Médicos y enfermos no siempre son conscientes de ello, pues con frecuencia lidian con los valores como el Monsieur Jourdain de la obra de Moliere que hablaba en prosa: sin saberlo.




Hay buenas razones para pensar que al médico y al enfermo les conviene ser conscientes del tipo de valores que inevitablemente entran en juego en cualquier decisión clínica. Y el primer paso para hacerlo, antes del análisis filosófico, es simplemente señalar el tipo de valores que aparecen en diversas situaciones clínicas más o menos cotidianas. Por tanto, para empezar a aclarar la forma compleja en que los distintos tipos de valores pueden interrelacionarse con los datos clínicos que objetivan los hechos, lo mejor es revisar algunos ejemplos de situaciones reales que se producen en el mundo sanitario. Al reflexionar sobre cada uno de estos ejemplos conviene prescindir de cualquier valoración que nosotros, desde nuestros propios sistemas de valores, pudiésemos realizar de ellos. Conviene resaltar que la descripción de estas situaciones sólo pretende mostrar de forma diáfana la gran cantidad, variedad y relevancia de los valores que condicionan continua y necesariamente la práctica clínica de todos los médicos todos los días.



1 Un adulto en pleno uso de sus facultades mentales, informado de un diagnóstico de carcinoma, rechaza la cirugía, la radioterapia y la quimioterapia, y decide someterse a un tratamiento naturista alternativo. Está haciendo uso del valor ético y político de su libre autonomía personal para tomar una decisión que, desde la perspectiva de los hechos científicamente evaluados, es incorrecta (porque desde la perspectiva de los valores científicos, el valor terapéutico de la medicina naturista es incierto).



2 Dos mujeres jóvenes han luchado durante muchos años por tener una oportunidad profesional que es muy importante para ellas. En el momento en que les dan esa oportunidad, descubren que tienen un embarazo no deseado (y muy inoportuno). La primera decide abortar, en uso (igual que el paciente anterior) de su voluntad autónoma. Está optando entre el valor de la maternidad (que para ella, en ese momento, es de signo negativo) y otros valores relativos a su vida personal (valores profesionales, valores económicos, valores sociales como el éxito laboral) que ella considera prioritarios y que le inducen a interrumpir el embarazo. En el mismo caso, la otra mujer decide tener el niño, a pesar de las dificultades prácticas, económicas o profesionales que le plantee y a pesar de que el embarazo haya sido involuntario. Lo decide porque sus valores religiosos le prohíben el aborto; está optando por un tipo de valores muy diferentes de los que prevalecieron en el caso de la primera. Sus sistemas de valores son totalmente distintos.



3 Menos habitual, pero no menos interesante, es el caso de una persona que decide someterse a una operación quirúrgica (es decir, una intervención cruenta) para modificar la curva de su nariz y embellecer así el perfil de su rostro. Está haciendo uso de un valor propio de las sociedades democráticas ya mencionado en los ejemplos anteriores: el de su libre autonomía personal. Al ejercerla y tomar esa decisión está sometiéndose a molestias y riesgos que pueden ser importantes, además de incurrir en un gasto económico considerable. Lo peculiar de este ejemplo es que esas molestias, esos riesgos y ese gasto se asumen en función de valores de tipo estético. Podría ocurrir que se tratase de un simple capricho coqueto, lo que pondría la cirugía al servicio de la cosmética. Pero también podría haber, en este ejemplo, motivaciones en otro tipo de valores. Podría ocurrir que esa persona fuese un profesional del mundo del espectáculo, en cuyo caso los riesgos sanitarios y el coste de la intervención habría que considerarlos como una inversión de rentabilidad, quizá, muy alta. De los valores sanitarios hemos pasado así a los estéticos para desembocar, de nuevo, en los económicos. Pero también podría ocurrir que se tratase de un perturbado con una nariz normal y una alteración mental tradicionalmente denominada “dismorfofobia” (“trastorno dismórfico corporal” según la terminología actual): una preocupación excesiva o imaginaria por un supuesto defecto físico que sólo el enfermo ve. En este caso, la intervención se solicitaría en función de un valor del que el sujeto ni siquiera es consciente: el valor básico, deteriorado, de su salud mental, que seguramente se podría restaurar mejor en una consulta psiquiátrica que en un quirófano.



4 Un paciente, diagnosticado de esteatosis hepática, espera ante la puerta de una consulta de su centro de salud, que ha quedado entreabierta por un descuido. En el interior de la consulta, el médico charla relajadamente con la enfermera sobre las películas que han visto el último fin de semana, sin advertir que la conversación se oye desde el pasillo. Un buen rato después, acabado el repaso cinematográfico, el medico le pide a la enfermera la siguiente historia clínica y unos segundos después le dice: “Ya veo, otro foie-gras, dile que entre”. Disimulando su bochorno, el paciente entra en la consulta. Sin dejar de mirar a la pantalla de su ordenador, el médico dice: “Siéntese. Vamos a ver los últimos análisis.” El paciente se pregunta: “¿Sabrá quién soy?”



Los valores científicos que se le exigen (o se le deben exigir) a un profesional de la medicina incluyen una buena formación básica y continuada, con el fin de mantener al día sus conocimientos y garantizar el rigor de los medios diagnósticos que emplea y de las prescripciones terapéuticas que realiza. Incluyen también un elevado nivel de exigencia ética en su práctica profesional. No siempre se tiene en cuenta, sin embargo, la existencia de otros muchos valores (psicológicos, comunicativos, sociales) como la cortesía, la delicadeza en el trato personal, la empatía, la actitud de escucha, la sensibilidad para el estado de ansiedad e incertidumbre que es consustancial a la situación de enfermo… Desde que Balint afirmó, en 1957, que la propia persona del médico es el primer medicamento, no ha dejado de comprobarse el valor terapéutico del carácter y la actitud de los profesionales sanitarios. Los pacientes que han tenido experiencia en la sanidad pública y en la privada suelen coincidir en que el tipo de trato personal recibido en una y otra es por completo diferente. No es difícil entender el tipo de valores que determinan esa difer encia.



5 Un caso clínico no muy habitual, pero muy interesante desde el punto de vista teórico, fue publicado el día 22 de noviembre de 2006 en el Daily Telegraph. Lin Jinbao, nacido en Shanghai en 1952, realizó una espectacular carrera profesional como economista que culminó con su nombramiento, en 1992, como director del Banco de China en Hong Kong. En el año 2004, tras numerosas acusaciones de corrupción y sobornos, dimitió de todos sus cargos. En 2005 fue juzgado y se le declaró culpable de malversación de fondos, préstamos ilegales y nepotismo. Las estimaciones de la cuantía de sus desfalcos varían según las fuentes, pero todas hablan de varios millones de dólares. Más de medio millón fue invertido por él en pagar operaciones de cirugía estética para su amante. Reconoció que la había enviado a diversas clínicas de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur e Inglaterra. La operaron más de 10 veces, siempre con el mismo objetivo: lograr que su aspecto físico se pareciese por completo al de una joven adolescente llamada Chen Chen que aparecía en una vieja fotografía que les era proporcionada a los cirujanos.



¿Quién era Chen Chen? Una compañera de colegio de Lin Jinbao de la que él había estado enamorado en la adolescencia y que rechazó todas sus solicitudes amorosas. Él se juró a sí mismo que dedicaría su vida a conseguir el amor de Chen Chen. Y lo hizo gracias al único medio que encontró: los especialistas de las mejores clínicas de cirugía estética del mundo que, a cambio de muy sustanciosos honorarios, se mostraron dispuestos a ir transformando el cuerpo de la infortunada amante de Lin Jinbao en el de su antiguo, su inaccesible, su auténtico objeto de deseo: Chen Chen.



Desde luego, este caso clínico, como cualquiera de los mencionados anteriormente o de los otros muchos que se podrían mencionar, permite analizar un entramado de valores de lo más variado. No hace falta preguntarse por los que llevaron a los cirujanos a operar una y otra vez a la amante de Lin Jinbao, pues esos valores, como decía Antonio Machado, son de “una claridad perfectamente tenebrosa”. Más interesante sería analizar los valores, los deseos y los tristes intereses que llevaron a la desdichada amante a convertirse en paciente de tales actos quirúrgicos. Pero lo verdaderamente importante es preguntarse por el oscuro conglomerado de valores que empujaba el obsesivo deseo de Lin Jinbao: reconstruir en el cuerpo de su amante actual el físico de la muchacha que en la adolescencia le había negado su amor. Ese extraordinario deseo es importante porque, como todos los casos extremos, pone de relieve, con su naturaleza caricaturesca, un entramado de valores y deseos análogos a los que aparecen de forma encubierta en muchas demandas de muchos pacientes de muchas consultas. Partiendo de cualquiera de ellas se puede llegar a la constatación de que la estructura laberíntica y la dinámica del deseo humano (en gran medida inconsciente) son un problema nuclear para cualquier análisis de la práctica clínica y del sistema sanitario.



6 Hace ya bastantes años, cuando las cadenas de televisión españolas empezaron a emitir programas por la mañana (y no, como ocurría hasta entonces, a partir de las dos y media de la tarde) se realizó un estudio de las demandas de consultas en atención primaria inmediatamente antes y después de aquel acontecimiento. El descenso de la demanda resultó ser muy estadísticamente signifi- cativo. ¿Qué clase de valores y deseos motivaba a solicitar consulta a todos aquellos ciudadanos que dejaron de hacerlo en cuanto pudieron disfrutar de la excelente programación que, como es sabido, ofrecen las cadenas de televisión por las mañanas? ¿Tiene esta cuestión alguna relevancia para el clínico que quiera comprender realmente la demanda manifiesta que presentan sus pacientes en la consulta (tras la que suelen ocultarse confusos deseos latentes)? ¿Tiene algún interés analizar las motivaciones de esos abundantísimos pacientes que pasan de especialista a especialista hasta que, una vez descartado cualquier problema orgánico, son enviados a la consulta de psiquiatría por si se tratara de algún problema mental?



7 En el año 2004 el Ministerio de Sanidad planteó la necesidad de implantar un visado sanitario para restringir (en la sanidad pública) el uso de los fármacos antipsicóticos atípicos de última generación, que tienen un precio alto. El debate que se desencadenó ofrece otra buena ocasión de observar el papel de valores económicos, políticos y empresariales que se mantienen ocultos bajo un discurso que los disfraza de valores científicos, terapéuticos, profesionales o éticos.



La Administración suele decir —sin que nadie le lleve abiertamente la contraria— que el aumento acelerado de los costes sanitarios, en general, y del gasto farmacéutico, en particular, amenaza a medio plazo la propia supervivencia del sistema sanitario público. La industria farmacéutica argumenta que el elevado precio de los nuevos productos que lanza al mercado es necesario para mantener el nivel de calidad de la investigación que proporciona los recursos diagnósticos y terapéuticos de los que disfrutamos actualmente. Los clínicos reivindican el derecho (y la obligación) de prescribir sin trabas el tratamiento que consideran más efectivo para cada uno de sus enfermos. Y los pacientes defienden su derecho a recibir el mejor tratamiento posible en su caso particular. Cada una de estas 4 posturas tiene sólidos argumentos a su favor.



El problema económico reside en que los nuevos fármacos antipsicóticos, al igual que los nuevos antidepresivos, son mucho más costosos que los que se vienen usando desde hace 50 años. Hay datos que apoyan la tesis de que la ventaja fundamental de los nuevos medicamentos es que evitan daños a largo plazo y tienen menos efectos secundarios, con lo que proporcionan a los enfermos una mejor calidad de vida. Esto repercutiría —según los defensores de dicha tesis— en un incremento de los costes directos inmediatos, junto con un descenso de los costes indirectos (como el abandono del tratamiento, las recaídas o las bajas laborales) y de los costes intangibles (como el sufrimiento de los enfermos). El resultado final de todos esos factores —valores terapéuticos, económicos y básicos— es difícil de medir con mucha precisión. La ficha técnica oficial de los antipsicóticos atípicos les atribuye determinadas indicaciones (como la esquizofrenia), pero los médicos y sus pacientes consideran que en otros cuadros no incluidos en dicha ficha (como algunos trastornos de personalidad) resultan muy superiores a fármacos más antiguos y más baratos. Los valores legales y los económicos no siempre coinciden con los valores clínicos.



Nadie ignora que los gobiernos tienen razón cuando afirman que el crecimiento de los costes sanitarios hace insostenibles las actuales prestaciones sanitarias. El problema ya no es quién le pone el cascabel al gato, sino cuál es el gato que se elige para ponerle el primer cascabel y que sirva de precedente. La Administración podría esgrimir sus argumentos sanitarios sin ocultar sus necesidades de ahorro económico, que también son muy reales y tienen que someterse a un debate público. La industria farmacéutica puede resaltar sus aportaciones a la investigación sin necesidad de ocultar que toda empresa tiene que presentar una cuenta de resultados a los accionistas que la financian. Los médicos y sus pacientes pueden buscar el mejor tratamiento posible en cada caso sin ignorar que, mientras los presupuestos sanitarios sean finitos, todo recurso que se destine a un enfermo deja de poder ser destinado a otro. Cuanto mayor sea el esfuerzo por comprender la compleja variedad de hechos y valores que influyen en las decisiones clínicas más se evitará el peligro de ver sólo una de las caras del poliedr o.



8 En el año 2005 el doctor Luis Montes, coordinador del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid), fue acusado de practicar sistemática e irregularmente la eutanasia a centenares de enfermos, disimulándolo bajo el nombre de “sedación terminal”. La ideología izquierdista de Montes, el carácter derechista del Gobierno de la Comunidad de Madrid, la intervención de alguna asociación de pacientes que se consideraban víctimas de negligencias sanitarias y un complejo entramado de intereses personales y grupales dieron lugar a una apasionada polémica pública que recogieron ampliamente los medios de comunicación. Como suele ocurrir, los más diversos valores e intereses particulares se ocultaron tras nobles argumentaciones sobre el carácter sagrado de la vida humana y sobre el derecho de los enfermos a no padecer un sufrimiento inútil. En el año 2008 Montes fue finalmente absuelto por los tribunales de justicia. Algunos de los episodios ocurridos son especialmente reveladores. Y es importante, en este caso, repetir que al recordarlo aquí no se pretende discutir qué parte tenía razón, sino intentar aclarar los valores manifiestos y latentes de cada una de las partes.



En una fase temprana del llamado “caso Leganés”, el Colegio de Médicos de Madrid designó a un grupo de 11 expertos para que elaborasen un informe que resultó ser inculpatorio. Tras la publicación del informe, el presidente de la Comisión Deontológica del Colegio de Médicos, el doctor Miguel Casares, dimitió de su cargo y declaró a la prensa que lo hacía porque el informe en cuestión era “interesado, parcial e injusto” ya que se había realizado “con criterios morales, políticos y religiosos”, pero no científicos.



La Ministra de Sanidad del gobierno socialista, interrogada por la prensa sobre este asunto declaró: “Tal vez 11 profesionales distintos hubieran hecho un informe diferente”. ¿Qué quería decir la ministra con esta notable frase? Una afirmación así sólo tiene sentido si se da por supuesto que un dictamen aparentemente basado en valores objetivos (es decir, en datos sobre hechos clínicos científicamente probados) se había apoyado de hecho en valores subjetivos de sus autores (“criterios morales, políticos y religiosos”, en palabras del doctor Casares). Es decir, el presidente dimisionario y la ministra sostenían que se había pretendido dar gato ideológico por liebre científica. Opinión a la que se oponían rotundamente los 11 expertos firmantes del informe en cuestión, que aseguraban haber hecho una evaluación estrictamente profesional.



Es fácil suponer que en otra situación (como podría ser una exposición de argumentos a favor de la eutanasia), aquellos mismos expertos serían los primeros en denunciar que los llamados “progresistas” estaban intentando hacer pasar gato ideológico de izquierdas por liebre científica objetiva. El análisis de los conflictos de valores morales, políticos, económicos o religiosos —que suelen ocultarse tras argumentaciones que se presentan como estrictamente científicas— generalmente muestra aspectos de los hechos muy diferentes de los que aparecen en las declaraciones de sus protagonistas.



Estos ejemplos diversos ilustran claramente la afirmación de que los valores que condicionan continua y necesariamente la práctica clínica cotidiana de todos los médicos (entrelazándose con los hechos científicamente objetivables) son muchos, muy variados y muy relevantes. Su análisis tiene tanta importancia práctica como fondo teórico. Las disciplinas específicas que se dedican al análisis académico de todos estos conflictos de valores son las humanidades (lógica, ética, epistemología, narrativa, etc.) y las ciencias sociales (psicología, derecho, antropología, sociología, economía, etc.). Su aplicación al mundo sanitario da lugar a las llamadas “humanidades médicas” y “ciencias sociosanitarias”: la historia de la medicina, la bioética, la epistemología, la narrativa, la sociología y la psicología médicas, la economía y el derecho sanitario… Todas ellas resultan hoy imprescindibles para analizar los valores que influyen de forma decisiva en la aparición de las enfermedades y en las prácticas sanitarias que las combaten. Sin ese análisis de valores es imposible mostrar el lado oculto de los conflictos sanitarios y es, por tanto, imposible alcanzar una adecuada comprensión de los diversos factores que influyen en cada una de las decisiones sanitarias.



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